jueves, 29 de marzo de 2007

Recuperar la Semana Santa


San Pío de Pietrelcina, canonizado en 2002 por Juan Pablo II, dijo respecto a la Cruz del Señor: “La Cruz nunca aplasta. Si su peso te hace tambalear su potencia te endereza. Subamos al Calvario llevando nuestra cruz, con la convicción de que este camino abrupto nos conduce a la visión de nuestro dulcísimo Salvador.” Vale recordar que el Padre Pío padeció muchísimo durante toda su vida, pero estuvo siempre decidido a aceptar con alegría que el Señor permitiera compartir con él su inmenso dolor.
Dentro de escasos días llegaremos a una nueva Semana Santa. Y lo más natural sería preguntarse cuál es nuestra disposición habitual frente a la cruz. Sólo hay dos opciones: escaparle o llevarla por amor. Aunque la primera opción parece más reconfortante y más fácil, a la larga, el rechazo al peso del madero termina convirtiendo a la vida en una serie de evasivas sin fin, pues al huir de una dificultad, encontramos dos más en los próximos pasos que damos. La sabiduría no reside en “hacerse el distraído”, sino en aceptar lo inoportuno y lo costoso como una caricia de amor. Y estar alegres a pesar de no entender el sentido de todo ese dolor.
Recuperar la Semana Santa es centrarse en el camino del Calvario, prólogo de la Salvación humana. Es vivir y caminar junto al Señor como un personaje más. Estos días, especialmente, no pueden pasar desapercibidos si queremos una verdadera conversión respecto a la actitud frente a la Cruz. No hay mejor momento para pedirle al Señor que nos enseñe a llevar el peso de las dificultades, de las miserias personales y de las faltas que de continuo cometemos, pero no para creernos “unos genios” sino para aliviar la carga del Señor, que sigue sufriendo… No vayamos a pensar que la Pasión es un cuento con final feliz, una anécdota bonita. El Señor sufre hoy por todos nosotros.
Una buena manera de vivir este tiempo concentrados en la oración ,es asistir, en la medida de lo posible, a los Oficios de la Semana Santa que la Iglesia prepara con tanto esmero. Participar. No llegar tarde para esquivar petitorios de colaboración. No aprovechar esos días para hacer todo lo que no se pudo hacer antes. No son vacaciones y tampoco son jornadas de intenso trabajo, para recuperar el tiempo perdido. Son días de oración y recogimiento.
Y un buen termómetro de ese ambiente de oración es pensar cómo vamos a vivir en concreto el viernes santo. Es un día especial, pues revivimos el terrible padecimiento de Jesús por culpa nuestra. Si, la nuestra. No la de los políticos corruptos, no la del vecino lujurioso, ni el médico que ejerce sin licencia ni el mal padre de familia. La nuestra. Evitar los exámenes de conciencia generales, que reparten dosis de culpa y evitan el examen personal más minucioso. Y si queremos examinar como va nuestra vida, nuestra entrega generosa, necesitamos un buen clima para hacerlo. Sería bueno evitar comidas fastuosas, para vivir el ayuno y la abstinencia y no pensar en el estómago que gruñe sino en hacer un pequeño sacrificio por amor. Y recogernos en oración. La música no será tal vez el modo más fácil de rezar. Evitar ese viernes fiestas y celebraciones grandilocuentes. El Señor está en la Cruz: no seamos irrespetuosos con su dolor.
Acompañemos al Señor en el Calvario, al menos por estos días. Apartemos nuestras ganas de dispersión y cambiemos nuestra comodidad por unas palabras de afecto al Jesús sufriente, que siempre perdona y siempre ama, a pesar de toda nuestra ingratitud. Nos quiere mucho. No lo ignoremos.

Mariano Martín Castagneto

Un padre de familia ejemplar


Releyendo una biografía de J.R.R.Tolkien, el autor de El Señor de los Anillos, me ha venido a la mente la idea de un escritor fuera de serie: entregado a su familia, siempre cariñoso con el único y gran amor de su vida, su esposa Edith, y alejado de la ceguera de la fama y el dinero. Un escritor que ha sido feliz por seguir su vocación, por ignorar las calumnias y difamaciones de quienes los criticaban por el estilo de sus narraciones, y por resistirse durante toda su extensa vida a ser el centro de atención en el lugar donde estuviera.
La vida de Tolkien fue hermosa pero no estuvo ausente de dificultades y sufrimientos. Cuando ni siquiera había llegado a cumplir diez años, su padre, un trabajador ejemplar, enfermó y murió en cuestión de días. Pocos años después, cuando John Ronald tenía doce años, su madre murió extenuada y dejó a sus dos hijos huérfanos. Fue entonces cuando quedaron bajo la tutela de una tía primero y luego bajo la supervisión de un sacerdote amigo de la familia, quien fue el verdadero mentor del espíritu cristiano en Tolkien y su hermano menor. Luego, agradecería toda su vida a este sacerdote las enseñanzas que había recibido con tanto cariño y esmero y por estar presente en los momentos más necesarios.
Pasó el tiempo. Estudió Filología Inglesa y vivió apasionado por esta disciplina el resto de sus años. Inventó idiomas propios y luego los fue incluyendo de a poco en todos sus relatos. Dictó clases en la Universidad de Oxford, prestigiosa casa de estudios donde no cualquiera podía tener el lujo de ser profesor.
A Edith, su primer y único amor, la conoció siendo adolescente. Se casaron y tuvieron cuatro hijos, tres varones y una mujer. De pequeños, los chicos pasaron horas enteras prestando oídos a su padre, quién, con todo el esmero y el amor, inventaba cada noche una aventura de fantasía hasta que ellos caían atrapados por el sueño. Tiempo después, muchos de esos cuentos fueron editados y recopilados por uno de sus hijos, Christopher. Otro, John, se ordenó sacerdote y ofició la misa de difuntos cuando sus padres murieron.
Tolkien cuidaba mucho a los suyos. Procuraba siempre estar temprano por las tardes de vuelta en su casa. Y aunque su fama fue creciendo y recibía innumerables pedidos de conferencias y entrevistas, en muchas ocasiones prefirió abrigarse en los brazos de su mujer y en las sonrisas de sus niños. Recibía miles de cartas de admiradores de todo el mundo y siempre se tomó la molestia de contestar una por una, porque consideraba que también se debía a toda la gente que leía y disfrutaba de sus trabajos.
La muerte de su íntimo amigo y también reconocido escritor, Clive Staples Lewis, autor de las Crónicas de Narnia, fue un golpe durísimo a su corazón y a su salud. Poco después, se marchó también para siempre su esposa Edith. Pero él se negó siempre a darse por vencido, porque las dificultades estaban para ser vencidas y no para contemplarlas y resignarse. Así fue toda su vida. Y así murió, con más de ochenta años, rodeado de afectos, reconocimientos, y sobre todo, con la sensación de haber cumplido con la misión que se había impuesto para su vida: realizarse con su vocación, sin descuidar nunca a todos aquellos que siempre le quisieron y apoyaron.

Mariano Martín Castagneto

martes, 27 de marzo de 2007

Corrientes adversas al consenso


Después de haber sido aprobada la constitución de 1978, que fortalece relaciones pacíficas y entendimientos posibles, en los últimos tiempos se ha generado un clima de desasosiego e inseguridades altamente bochornoso y preocupante. El consenso, algo que debe ser normal en una sociedad democrática avanzada y que hasta ahora nos ha propiciado un clima de paz y bienestar, ha entrado en contradicción con algunos poderes, a mi juicio más centrados en sus propios intereses que en promover un acuerdo de progreso capaz de calmar posturas enfrentadas que, por otra parte, a nada bueno conducen. Puede que nos convenga recordar que los constituyentes nos dejaron un sólido cimiento para que, cada poder, contribuya dentro de la indisoluble unidad, a fortalecer la democracia y el Estado de Derecho.

Las divisiones se pueden conciliar, solamente hace falta utilizar homogéneo lenguaje, que lo tenemos, si acaso hay que ponerlo en valor, agarrados al fuste constitucional que tiene la norma como ley de leyes. En su letra y espíritu, honestamente tomada y éticamente digerida, o lo que es lo igual en justicia bien servida, ya queda por si misma garantizada la convivencia, por mucha diversidad de culturas y pueblos que nos habiten. Con la constitución hemos dado el mayor paso, seguramente por haber aprendido la lección de que las confrontaciones sangrientas lo único que generan es sufrimiento. Por ello, no podemos seguir bajo estas corrientes adversas al consenso, al acuerdo y a los pactos. Considero, pues, que lo primero que debemos hacer es partir de la persona, como ser humano que es, y ponerlo en el centro de todas las preferencias, puesto que su dignidad no admite desacuerdo, es sagrada y sus derechos inalienables.

Mujeres y hombres tienen los mismos derechos, es un principio jurídico universal. Esto parece que no admite discrepancia. Yo así lo deseo. Con cierto logro acaba de ser recogido en la reciente ley orgánica para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Ahora bien, no nos quedemos sólo en la letra de las normas, hay que hacerlas valer, conjugarlas y conjugarse con ellas, por cierto sin discriminación alguna, y esforzarse por luchar con valentía contra las corrientes políticas, económicas y culturales negativas, destructoras. La negatividad de un bando frente a la propuesta del otro bando, sin apenas poner oído, está a la orden del día. La verdad que cuesta entender que no se actúe de manera conjunta, en cuestiones tan naturales como puede ser la igualdad de derechos y una convivencia solidaria entre municipios, provincias y Comunidades Autónomas, lo que no significa obviar su identidad cultural e histórica de cada territorio. La disconformidad en todo y para todo, lo único que hace es desorganizarnos, y un pueblo desorganizado, genera confusión e inútiles combates. Quizás, por ello, ahora estemos soportando esta atmósfera de bochorno, fruto de la sin razón de un debate político estéril, por cierto calificado como “prebélico” por un ex-presidente del Gobierno.

El éxito no se logra sólo con cualidades mitineras. Es sobre todo un trabajo de constancia, de método y de organización; algo básico para alcanzar las metas que no podemos alcanzar solos, pero sí juntos. De ahí, el daño tan tremendo que ocasionan a la democracia las corrientes adversas al consenso, los intencionados silencios o la falta de claridad a la hora de exponer los problemas y los medios para resolverlos. Sólo unidos podemos crear unidad y salvaguardar en el futuro nuestro ideal español de sociedad respetuosa con la ley y de pueblo amparado por garantías jurídicas. Esto se consigue construyendo una España de los valores, donde la ética y la estética deben ir del brazo, buscando con generosidad el bien común, más allá de los intereses limitados a individuos o de los nacionalismos excluyentes, que no excluidos.

La riqueza de un pueblo se basa en el conocimiento y en las capacidades de sus ciudadanos, en las libertades, empezando porque toda persona tiene derecho a ella y a sentirse seguro, por eso es tan vital el pacto por la educación, el consenso para luchar juntos contra el terrorismo o la delincuencia organizada. Desde luego, el chantaje no admite consenso. La idea de
John Fitzgerald Kennedy de que “se puede engañar a todos poco tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”, puede ayudarnos a la reflexión. Creo que todos los conflictos se pueden resolver de forma pacífica, lo fundamental es llegar al acuerdo y que nadie quede fuera de juego. Si en verdad queremos promover justicia, libertad, igualdad y desarrollo, hay que ejercer el liderazgo del consenso, mal que nos pese.

En efecto, una democracia auténtica exige un consenso sobre algunos valores esenciales que hoy tanto se ponen en entredicho, como puede ser la dignidad trascendente del ser humano y su libre desarrollo, el respeto a la familia y a los derechos humanos, el “bien común” como fin y criterio de regulación de los poderes económicos, políticos, judiciales…; todo ello, levadura para la paz. Sin duda, entiendo, que la mejor manera de fortalecer nuestro orden constitucional nos viene dado, cuando se toma el consenso por bandera y el respeto como fe de vida. Esto no significa que debamos cerrarnos a la evolución de los tiempos, pero a la hora de abrir las ventanas que lo sean con la venia del máximo consentimiento y nunca de la coacción.


Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

El valor de la cultura


Me parece una sensata idea apostar por la industria de la cultura como un valor humanístico y que también se considere un valor económico. Una “explotación” en pujanza. Para empezar tenemos lo más importante, un capital universalista y universalizador, una lengua madre, integradora y enriquecedora, que salvaguarda una identidad propia dentro de la diversidad, a la que debemos seguir promocionando, aunque cada día sean más las personas que integran el español entre sus preferencias lingüísticas. Hoy, además, al carro de la cultura española ya no le falta la rueda de la ciencia, como denunció en su tiempo Ramón y Cajal. El “negocio” puede ser redondo si ponemos talento y actividad.

Es cierto que tenemos una cultura arraigada de gran valor, que se vale por sí misma a poco que la dejemos ser ella misma, puesto que todo ser humano necesita envolverse por la belleza. Si algo tiene nuestra cultura es eso, hermosura. Se aviva por si sola. Si acaso, los poderes públicos, lo que han de hacer es cuidar y proteger este atractivo patrimonio artístico-literario-humanístico-científico. Por otra parte, el mundo del descanso, del deporte, de los viajes y del turismo, constituye sin lugar a dudas junto con el mundo del trabajo, una dimensión económica importante, donde la cultura siempre está presente. El camino de la estética es algo que el ser humano busca apasionadamente, sobre todo en los momentos actuales tan cargados de banalidad y brutalidad. El corazón de una cultura como la nuestra, fruto de una síntesis armoniosa entre el tiempo y la genialidad del pueblo, es una buena manera de elevar la sabiduría colectiva.

Industrializar la cultura, con su lenguaje simbólico, puede ser altamente rentable, sobre todo para unir el corazón de las gentes a la fascinación. En consecuencia, me parece oportuno potenciar la cultura con las culturas y crear relaciones recíprocas. Una buena manera para transformarse por dentro. Al final somos lo que es nuestro espíritu.

Las semanas culturales, los festivales de arte o música, las exposiciones, las bienales artísticas…y tantos otros eventos de la “industria cultural”, además de generar recursos económicos, ayudan a un acercamiento y permiten intercambios muy prometedores para captar la realidad compleja y misteriosa del mundo. Todavía en el “supermercado” de la ilustración, donde imperan la autenticidad de los sentimientos y el ingenio, la estética y la emoción, es posible ofrecer a quienes van en busca de la verdadera cultura el primer paso al entendimiento y a la comprensión. Lo fructífero, por saludable para la convivencia, es que el hombre, dentro de esa industria formativa, consuma y genere sapiencia en medio de un mundo bárbaro y hostil.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

¿Cómo van a creer si no estamos unidos?


Aunque no tuve la oportunidad de asistir a la conferencia del cardenal Kasper, si que conozco parte de su pensamiento, tan positivo e intelectualmente agudo e incisivo, sobre la unidad y la necesidad del ecumenismo, la comprensión y la paz no sólo entre las distintas iglesias cristianas sino también el seno de la Iglesia católica. Es loable que el mencionado cardenal afirme que los cristianos entre sí ya no se consideran adversarios. Eso, ciertamente, es muy importante pero en la realidad del día a día observamos contradicciones serias en nuestra propia casa (la iglesia católica). Partimos de la base de nuestras propias deficiencias, pero carecemos, a veces, de ese espíritu de comunión entre nosotros, buscando la coherencia en nuestra vida a través de la tolerancia, el perdón, la comprensión, etc.., Recuerdo aquellas palabras que pronunció en cierta ocasión el papa Juan Pablo II, con su conocida agudeza y conexión mediática; “¿Cómo van a creer si no estamos unidos?”. Para mi esté el fundamento clave para la búsqueda de la unidad ad extra como ad intra, especialmente esta última. Me uno al papa Juan Pablo en esa acertada frase para que la hagamos nuestra en nuestras relaciones internas, de la propia iglesia católica. Cómo van a creer si en nuestra propia iglesia no somos testimonios de unidad, afabilidad y cordialidad?. ¿Por qué en algunas de nuestras parroquias, a veces se aparta, segrega o no se tolera a fieles de unos u otros movimientos, fundaciones, asociaciones,.etc, con aquiesciencia del propio párroco?. Y si ello sucede de un párroco respecto de su vicario, por ejemplo?. Ese es el caso que relató Mercedes Marfá en su carta de 13 de marzo del corriente, y que ratifico íntegramente, porque, también lo conozco y lo he vivido como tantos feligreses de esa parroquia de Barcelona, a la cual pertenezco. Además, como ella bien dice, con el conocimiento de nuestro apreciado arzobispo, que por lo que se ve, si tiene tiempo de asistir, en el palco presidencial a un encuentro de fútbol de máxima rivalidad pero no de ayudar y proteger a un vicario perseguido por su párroco. Deseamos de nuestros obispos la valentía de la verdad en sus funciones esenciales de enseñar, regir y santificar para que de ese modo no sean “perro mudo”. Creo que ellos deben estar al frente del rebaño en toda circunstancia y la defensa de la verdad no es sólo de palabra sino de obra, buscando la defensa de la justicia como virtud clave de en nuestra vida de católicos. La Iglesia o una parroquia en particular no es un cortijo privado sino que, tal como afirma el Concilio Vaticano II, debe ser lugar donde se viva una auténtica comunión eclesial entre todos, incluidos los feligreses y sus pastores, pero cuando ese párroco no se rige por esa auténtica finalidad, se corrompe el sentido profundo de la comunión y entran en juego los pecados más graves, la envidia, los celos, el odio, la intolerancia,.. Desde luego hay demonios que solo pueden ser expulsados con la oración y la mortificación y ahora estamos en especial tiempo para ello. Ojalá pudiéramos llegar a la pascua auténticamente renovados de espíritu y obras.
Por ello, coincido con Mercedes en su relato como en la necesidad de la oración, aunque no necesariamente conjunta. Quizás piense, en una visión algo clerical, que ello fuera la panacea del problema. Sólo que rezaran personalmente y cumplieran con sus rezos de liturgia de las horas, que por cierto es en bien nuestro y de toda la iglesia universal, sería parapeto importante para evitar las celotipias, envidias resentimientos y persecuciones sobre otros. Téngase en cuenta, apreciada Mercedes, que el sacerdote diocesano no es religioso y no tiene que vivir en comunidad, necesariamente, y por ello vive su espiritualidad responsablemente delante de Dios y de sus feligreses bajo la dirección amorosa de su obispo.
Rafael Pérez