lunes, 17 de julio de 2006

Carta a un amigo


Dios, que inflama el corazón de los hombres te bendiga.
Pensaba escribirte y no sabía cómo empezar. De pronto pensé en Dios y en su amor infinito y supe que mi primera palabra seria su nombre santo y magnífico.
Esta mañana me sucedió algo curioso. Camino al trabajo pensaba con dolor en lo que pude ser y no fui. “Si hubiese sido un doctor” me recriminaba “podría haber salvado muchas vidas”, y así continué con estos pensamientos.
Pasé frente a la Iglesia que queda a la vuelta de mi trabajo. Y como todas las mañanas, me detuve unos segundos, saludé a Jesús y seguí mi camino.
Entonces, todo fue tan claro y evidente.
Me pareció comprender la voluntad de Dios y me puse a reflexionar.
¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Que dictemos conferencias magistrales? ¿Que tengamos muchos trofeos y diplomas? ¿Que hagamos muchas cosas en su nombre?
Él busca algo tan sencillo, que sorprende.
Dios desea nuestro amor. Esto le basta. No pide más. Nuestro pobre amor de humanos imperfectos.
Por eso nos dio este mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”.
Nuestro oficio, el más importante, es el amor.
Si amas, descubrirás a Dios en tus hermanos, los pobres, los ricos, los que sufren, los ancianos, los niños... y vivirás en su presencia amorosa y santa.
El que ama ha conquistado la mejor parte, porque Dios es amor.
¿Podrás amar a Dios con todo tu corazón?
Esta es una gracia maravillosa que siempre he admirado en los santos y que pido con frecuencia.
A mí me cuesta un poco.
Hace poco rezaba con aquella hermosa oración de san Francisco: “Señor, hazme un instrumento de tu paz”. Me sentía transportado al paraíso, lleno de una alegría interior. Quería ir por el mundo siendo un instrumento de paz.
Al rato, un auto se me atravesó en una esquina y sin pensarlo le solté al conductor palabras innombrables. Al instante, recordé la oración de Francisco y pensé avergonzado: “vaya instrumento de paz”.
Reconocí que estamos hechos de barro, y me salió del alma esta breve oración:
Señor, haznos verdaderamente, instrumentos de tu paz.
Por: Claudio de Castro

Debajo de la sombrilla


Al romper el alba, tomé rumbo a la mar. Es una pasión que viene de siglos. Siempre el mar ha fascinado y ha atraído a todas las gentes. Frente a otro tipo de turismo, el de playa se ha impuesto como un turismo para la familia. Servidor no iba a ser menos y hace lo mismo. Una vez allí, puse la sombrilla en primera línea de playa, igual que todo hijo de vecino, para no perderme el abecedario de ninguna ola y poder escribir la más inédita crónica de mi vida. Poco tiempo pude disfrutar del silencio. La riada humana se te tira, prácticamente encima, como verdadera alimaña. Ni un permiso de buenos modos y modales. Tampoco un perdón. Nada de nada. Yo creo que a más de uno, de los adultos adúlteros, le hace falta matricularse en la doctrina de zeta-pe, o sea en la educación para la ciudadanía. No lo entiendo como se puede ser tan animal en un mundo de señores y señoriales, de posibles y presuntos honoríficos. En cualquier caso, le doy el pésame a ese señorito de playa que tiene el alma empobrecida hasta cuando está de descanso.

Las sombrillas se besan unas a otras. Hacen arcoiris con el mar, mientras los cuerpos se dan codazos en vez de abrazos. Y a poco que te dejes, te dejan pero sin espacio. Te lo expropian y apropian. Conmigo también lo intentaron. Algunos tenían unas ganas locas de que me fuera. Hubo un momento en el que pensé que con una mirada sería suficiente para poner orden en el bullicio. Pues no, señores de pechera morena y pantalón corto, tuve que pedir un poco de oxigeno y reclamar mi espacio vital. A mi auxilio, sólo respondió la indiferencia. Aquello, más que una playa parecía una plaza de víboras. Cada cual iba a lo suyo, haciendo su territorio entre la arena. A esto, el mar, veo que sonríe. O que me ha oído. Sus brazos parece que estaban dormidos. Sin embargo, toman posiciones para darnos un baño de música y sal. Yo le aplaudo. Me sale del corazón. Al tiempo que intento escribir con los labios del cielo las palabras que las olas me dejan, debajo de la sombrilla, como moraleja.

Consigo tomar onda y escribir lo que me describe el mar. Lo hago, a pesar de que el carrusel de voces estridentes me dejan medio sordo, son tan alborotadores como deslenguados. El rasgueo del mar nos tragó la humana furia. Tuvimos que huir de esa primera línea, donde pudieron saltar chispas, corriendo y agazapados, con la sombrilla a la espalda, porque el mar ha dicho basta de dominios. La verdad que ha sido una gran lección. No es más feliz el que más posesiones tiene, sino aquello que da sentido de plenitud a la vida. Y aquello, más que felicidad era un calvario. Ya lo dijo el sabio, en el mundo de los necios es difícil que se de el redescubrimiento de las virtudes de la moderación. Las huellas nuestras quedaron en la mar para siempre. Una montaña de desechos mecidos por las olas.

Debajo de la sombrilla he descubierto, igualmente, poco amor y muchas adversidades. Aunque, como ahora dicen los psicólogos, de las penurias también se aprende. Desde luego, yo detesto que uno tenga que crecer a golpes de vida. Tampoco he visto muchas personas mayores o discapacitados graves, aunque los expertos del Libro Blanco de la Dependencia calculan que en España hay más de un millón de personas dependientes. Supongo que con la ley del nuevo derecho de ciudadanía, marcado por el carácter universal y subjetivo en favor de las personas dependientes, a ser atendidos por el Estado, la cuestión cambie y las vacaciones de verano sean también para disfrute de estas excluidas gentes que sufren el abandono de los suyos, en un momento en el que tanto necesitan del cariño y comprensión de todos.

También he visto en la orilla del mar a mucha gente andar como perdida, en un ir y venir de acá para allá como un robot, con los bolsillos del alma vacíos y la mirada triste. No vale la pena acercarse. Nadie te escucha. Olvidamos que el descanso es más gozoso si se vive rico en alegría y solidaridad. La acogida es una virtud o un valor humano que se ha perdido en estos lugares playeros. El verano, sin duda, puede ser un tiempo propicio para volver a cultivarlo. Dejo este aviso. Está comprobado que el número de turistas, en ciertos destinos actuales, ha crecido no sólo por las apetecibles ofertas para el descanso, sino por el talante acogedor de su gente. Esto cuenta y mucho. Dado nuestro talante parece una contradicción, pero es así. Por ello, para trabajar con éxito en la industria del turismo, –me dice el dueño del hotel en el que me hospedo-, hay que ser un experto en la acogida. La actitud acogedora (sonrisa, amabilidad, cordialidad) está a flor de piel en los operadores de una empresa turística bien montada. ¿Por qué no seguir esa misma tónica de acercamiento debajo de la sombrilla?, -me pregunto. Reconozco que lo de la playa me dejó un mal sabor de boca, parecía la hora vengativa, el encontronazo de lagartos al sol enfurecidos por ver el baile del agua. Que uno coloca la sombrilla delante, yo más adelante… (Siempre el yo por delante)…Hasta que el mar se lo llevó todo. Menos mal.

Me parece, pues, muy aburrido esta forma de hacer turismo, debajo de la sombrilla y punto, cuando lo fructífero que puede llegar a ser encontrarse con los demás, estar dispuesto a abrirse al diálogo, compartir. Un simple comportamiento ya comunica muchos sentimientos. Lo deseable es que sea de respeto. Puede haber muchas sombrillas, pero la cantidad no debe quitar la cordialidad. No se puede perder la razón de ser por la que hacemos turismo, como una actividad generalmente asociada al descanso, a la diversión, al deporte y al acceso a la cultura y a la naturaleza. Por ello, no tiene sentido practicarse con la escopeta montada. Si se lleva a cabo con la apertura de espíritu necesaria, es un factor insustituible de autoeducación, tolerancia mutua y aprendizaje de las legítimas diferencias entre pueblos y culturas ¿Habrá vecindad más próxima que los visitantes de las playas? Pues lo dicho, a cuidarse y que no sólo se baboseen las sombrillas de tanto roce. Done, cuando menos, una sonrisa. No cuesta nada y enciende los ojos a cualquiera. Hágalo, aunque sea a las arenas de las playas que están empachadas de nuestros restos y necesitan una corriente de aire risueño. Gracias, dijo el mar, esponja de nuestras suplicas. Ponga el oído y de cuerda al corazón.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net