lunes, 15 de mayo de 2006

A vueltas con la eutanasia

La anti-cultura de la muerte no se detiene; va siempre a más. Una vez conseguida la despenalización del aborto, que consiste en dar muerte, sin consentimiento alguno por parte de la víctima, a un inocente, el muro del respeto a la vida se ha agrietado. Si se puede matar a un bebé de cinco meses, de seis meses, o de nueve meses de gestación, sin preguntarle siquiera si desea vivir o no, ¿por qué no se va a matar a un enfermo en estado terminal? Máxime si esa persona ha expresado públicamente el deseo de morir, de que lo “ayuden” a morir; es decir, de que lo maten.
La estrategia de los partidarios de la muerte es conocida. Es ya una estrategia vieja, pero que sigue dando resultados. Todas las campañas pro-muerte se articulan en torno a cuatro ejes. En primer lugar, se presenta un “caso límite”, una situación especialmente llamativa que mueva a la compasión. Un enfermo reducido a una vida aparentemente vegetativa. Una situación de sufrimiento extremo, para el paciente y para su familia. Un drama que obliga a enmudecer incluso a quienes creen que la vida debe ser siempre respetada. Nadie desea pasar por insensible. Nadie desea aparecer como un verdugo que, por dejar a salvo unos principios, cierra los ojos y los oídos al lamento que procede de una experiencia concreta, trágica, dolorosa. Lo mismo se ha hecho con el aborto: ¿Cómo condenar el recurso al aborto cuando una niña, apenas rozando la pubertad, es violada por su propio padre? ¿Cómo prohibir la interrupción del embarazo de una chica oligofrénica que ha quedado embarazada sin saber, quizá, quien ha abusado de su inocencia? Ante situaciones de este calibre, se comienza a dudar, se resquebraja el edificio de las convicciones, se empieza a decir: “Bueno, en este caso, es distinto”. La primera batalla de los partidarios de la muerte está ganada.
El segundo paso es el recurso al eufemismo. Según el Diccionario de la Real Academia Española el eufemismo es “la manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. No interesa a la anti-cultura de la muerte expresarse de forma dura o malsonante. La anti-cultura de la muerte es suave y decorosa, refinada y civilizada. Jamás de mata a un bebé que está gestándose; sólo se interrumpe el embarazo. Jamás se mata a un enfermo; o se le deja morir de hambre y de sed. No. En todo caso, se le ayuda para que su muerte sea dulce, se acorta su sufrimiento, se le facilita, con los recursos disponibles, un tránsito balsámico, indoloro, benigno, indulgente. Atreverse a romper el encanto del eufemismo equivale a revelarse como un bárbaro, como alguien rústico que afrenta las normas de la cortesía que han de reinar en una sociedad avanzada. La batalla de las palabras se gana cuando el eufemismo desplaza al realismo del lenguaje.
La tercera táctica, infalible donde las haya, es la descalificación del contrario. Diga lo que diga el adversario, su opinión será siempre la de un retrógrado y de un intransigente. De alguien seguro de poseer la verdad, de un fanático que aspira a que su moral privada se convierta, por la fuerza si es preciso, en moral pública. Los simpatizantes de la anti-cultura de la muerte universalizan sus máximas, aspiran a identificar sus propias posiciones con la posición de la razón y del progreso. El que no las comparta, abdica de la razón y se convierte en una rémora del pasado. Se le puede tolerar, en un ejercicio de extrema benevolencia, siempre y cuando tenga muy claro que su opinión es vergonzante, indigna de ser pronunciada en voz alta en la plaza pública, en el ágora del debate.
El cuarto paso, la puntilla final, es la identificación de quienes respetan la inviolabilidad de la vida humana con postulados confesionalmente religiosos. A través de ellos no habla la razón ética, sino la obediencia ciega de un credo. El hombre religioso – ya se sabe – no razona; sólo cree. La razón es propiedad exclusiva del ateo, del agnóstico, o, a lo sumo, del aconfesional. Lo normal es pensar y vivir como si Dios no existiese. La hipótesis contraria es tan absurda que no merece ni la mínima consideración. A estas alturas, el que piensa que Dios es señor de la vida, introyecta esta convicción con gran sentimiento de culpa, con el deseo de hacerse perdonar, con la apelación a que, a pesar de ser creyente, le permitan vivir en una sociedad adulta y democrática.
La anti-cultura de la muerte se frota las manos. Ha ido ganando batalla tras batalla. Lo de menos es que se quiebre la confianza en los médicos, en los familiares, en el Estado. ¿Qué necesidad tenemos de que confíen los que sólo aguardan la muerte?

Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.com

Permanecer y dar fruto - Domingo V de Pascua

“Permaneced en mí y yo en vosotros” (Juan 15, 4) nos dice Jesús. La relación entre el Señor y cada uno de nosotros viene caracterizada en este pasaje del Evangelio por la “permanencia”, por el “estar”, por el “mantenerse”. A nosotros, que vivimos en la cultura de la liviandad, de los compromisos pasajeros, de la continua movilidad, nos resulta difícil comprender el significado de la permanencia. Apenas permanecemos en ningún sitio. En otras épocas, el hombre prácticamente moría donde nacía y asumía compromisos definitivos, inalterables: con su tierra, con su casa, con su familia, con su trabajo.

Hoy se nos empuja, de algún modo, a lo contrario: al cambio, a la variación. Casi todo lo que conforma nuestra existencia está amenazado por la inestabilidad: el trabajo, que puede perderse; los amigos, que van y vienen; el matrimonio, que no siempre es para toda la vida; el hogar, que puede quebrarse y deshacerse. En la cultura de la liviandad, el terreno firme se escapa debajo de nuestros pies y nos quedamos sin fundamento, sin asidero, sin valores que valgan siempre, sin normas que orienten, sin palabras que mantengan su significado.

La vida religiosa no está exenta de este riesgo; se ve también amenazada por el capricho y por la inconstancia; asediada por la tentación de elegir una “religión a la carta”, donde se escogen, según en propio gusto, las creencias, las formas de culto, los mandamientos que se van a cumplir, sin importar lo que Jesús ha enseñado y lo que la Iglesia, intérprete de la revelación, nos propone con la autoridad recibida de Cristo.

Sin embargo, el plano de la fe es el plano de la permanencia, de la estabilidad. El profeta Isaías recoge unas palabras que tienen una validez permanente: “Si no creéis no tendréis estabilidad” (Isaías 7, 9). Frente al vacío existencial, frente a ese liviano flotar en la nada, la fe exige apoyarse en Dios, fundar en Él el propio ser, edificar sobre la roca firme que es nuestro Dios (cf Isaías 26, 4).

Si contemplamos la vida de Jesucristo veremos como está edificada sobre la solidez de Dios; su existencia es un continuo remitirse al Padre, hasta el punto de poder decir “yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Juan 14, 11). Jesús está en el Padre; vive por el Padre (Juan 6, 57); permanece en el Padre. La relación de permanencia define, pues, la vinculación indisoluble de Jesús con el Padre. Un lazo que no ha podido romper ni siquiera la muerte y un lazo que la Resurrección hace eterno e indestructible.

El Señor quiere establecer con nosotros, por pura gracia, una unión tan sólida e indestructible como la unión que, por naturaleza, tiene Él con el Padre. Es decir, el Señor, el Hijo de Dios, quiere hacer posible nuestra filiación. Esta realidad se lleva a cabo por la incorporación a Cristo, por nuestra permanencia en Él. La metáfora de la vid y los sarmientos ilustra cómo ha de ser esta unión: una unión vital y fecunda, que da fruto abundante.

La Iglesia, el nuevo Israel, la viña del Señor, se edifica sobre la comunión con Jesucristo; una comunión que es obra del Espíritu Santo. El libro de los Hechos de los Apóstoles deja constancia de que la Iglesia “se iba construyendo y progresaba en la fidelidad del Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo” (cf Hechos 9, 26-31). Lo que da estabilidad a la Iglesia es la fidelidad, la permanencia. Ése es el verdadero camino del progreso. La Iglesia no avanza cuando se adapta al imperativo de la moda, a las demandas de los tiempos, sino cuando crece en fidelidad a su Señor.

La fidelidad a Jesucristo se traduce en creer y amar: “éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó” (cf 1 Juan 3, 18-24). En el amor fiel y en la fe se juega la permanencia. Como escribió San Beda: “Ni podemos amarnos unos a otros con rectitud sin la fe en Cristo; ni podemos creer de verdad en el nombre de Jesucristo sin amor fraterno”.

La Eucaristía, sacramento de la Pascua, es el sacramento de la permanencia en el Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Que el Señor nos conceda, por este sacramento, permanecer unidos a Él para dar fruto en abundancia. Amén.

Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.com

La lectura por el absurdo de ley

Érase una vez un sueño, con pocas luces. Pretenden catequizarnos en el amor a los libros, bajo posturas borreguiles y sobre pastos descerebrados. La lectura por ley es una imbecilidad más. O por ley la lectura, tiene bemoles. Esto repela, por principio de inercia. Que me digan lo que tengo que hacer, y no cuenten conmigo, es una tomadura de pelo en toda la extensión del término. Las bibliotecas no son de la santa devoción de las gentes porque tienen las mismas barreras de siempre. No se adaptan a nuestros horarios de ocio. Nos quedan lejos del barrio. Tienen pocos libros de interés que nos calmen la curiosidad, nos curen las penas y humanicen. En el caso de que sean poseedores de volúmenes ancestrales, hablo de los clásicos de siempre, ¡qué dolor siento de que vivan empolvados! ¿Dónde está la legión de animadores socioculturales para que estimule a desempolvarlos el pueblo?
Las instituciones poco pueden promover en colaboración, cuando de todos es sabido que se pisan unas a otras, en total desconcierto, actos culturales; se roban protagonismo, sobre todo si calzan etiquetas distintas, pensando antes en el lucro político que en la rentabilidad humanizadora. Es absurdo darle a los ciudadanos un catecismo normativo para que lean y permitir que las bibliotecas funcionen de mal en peor, o no existan, que el libro carezca de un precio reglado de protección, o que no se le considere un bien de consumo de primera necesidad. Un libro no es un objeto de decoración, es un amigo de compañía con el que dialogamos y nos enriquecemos. Habría que empezar por cambiar ese mal uso del libro y valorarlo en su justa medida.
Poco sentido tendrá el Observatorio de la Lectura y del Libro, si acaso para colocar a algún desempleado político más, sino es reparador de estas contrariedades y revulsivo. Hasta ahora, el libro fuente, ha sido el gran marginado. Llegar a un buen libro no es fácil porque hay pocos catadores libres (o librepensadores) con capacidad de participarlo públicamente. La crítica imparcial no existe en un mercado de intereses. También contamos, por desgracia, con mayoría de autores que se reproducen como cucarachas, títeres de algún gobierno de turno que, a cambio, les han premiado con sustanciosos dividendos. Claro, como de todo hay, tenemos más bien pocos, pero ahí están, casi siempre exiliados, los verdaderos intelectuales, aquellos que no suelen dejarse utilizar, e incomprensiblemente, por ello se les margina. Sucede lo mismo cuando el Estado o la Administración la convertimos en editora. No tiene sentido. A más libros, no tiene porque haber más lectores. O cuando se crean círculos cerrados, elegidos por misteriosos jefes políticos, para impartir determinadas lecturas o talleres. Tampoco tiene mucho fundamento para acrecentar la lectura.
La pasión por los libros se consigue de otra manera, más profunda, más de raíz. Los cimientos de la lectura requieren otras independencias y aperturas, no precisan de normas en sentido estricto, más bien de hazañas silenciosas educadoras y educativas, que nos hagan cambiar actitudes de vida. No lo mezclemos con la mano política. Es más bien un objetivo de todos y debe ser obra de todos. Esto si que genera adictos y adeptos. Lo único que puede hacer el Estado, sería facilitar el camino y crear atmósferas que propiciasen el hábito de leer. No me parece de buen tino, ni tampoco de buen tono, que diría el poeta, a golpe de ley meter la letra por los ojos. Yo me quedo con Quevedo: “vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”. Esta norma conversadora, no impuesta, de beber las palabras desde la emoción, seguro que resulta una ocupación que acaba enganchando. El Estado, con tener abiertas las bibliotecas y bien surtidas, con profesionales auténticos, siempre en guardia y siempre con las luces de la persuasión a punto, como si fueran unos grandes almacenes, sólo con esto, ya surtiría de gozos leer como divertimento que es de lo que se trata.
Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net