jueves, 2 de marzo de 2006

El Evangelio del Domingo - “Actualmente os salva el bautismo”


Primer domingo de Cuaresma

La unidad del plan divino de salvación se refleja en la unidad de la Sagrada Escritura: las obras de Dios en el Antiguo Testamento prefiguran; es decir, representan anticipadamente, lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en Jesucristo. Decía San Agustín que el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet”.

La Liturgia de la Iglesia nos ayuda a descubrir este dinamismo propio de la Escritura: El arca de Noé prefigura el bautismo, como ya indica San Pedro en su primera Carta: “Aquello [el arca] fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva” (1 Pedro 3, 21). En la Vigilia Pascual, en la bendición del agua, la Iglesia dirá: “¡Oh Dios!, que incluso en las aguas torrenciales del diluvio prefiguraste el nacimiento de la nueva humanidad, de modo que una misma agua pusiera fin al pecado y diera origen a la santidad”.

El agua del bautismo, anticipada en el agua torrencial del diluvio, es instrumento de muerte, de destrucción, y también de vida, de salvación. El bautismo destruye el pecado, purificándonos de él, y nos rescata, como el arca rescató a Noé del diluvio, haciéndonos renacer como hijos de Dios.

San Pedro nos da la verdadera clave de interpretación al señalar que el bautismo salva no por ser un mero lavado que limpie una suciedad corporal, sino en virtud de la resurrección de Cristo. El signo externo, visible, del agua es instrumento eficaz mediante el cual, con el poder de su palabra y la fuerza de su Espíritu, Jesucristo, que emerge resucitado de la muerte, nos rescata también a nosotros asociándonos a su vida.

El dramatismo de la oposición entre la muerte y la vida, entre el diluvio y el rescate, se mantiene en el lacónico relato de San Marcos de las tentaciones de Jesús (Marcos 1, 12-15). El Señor, en el desierto, lucha contra una insidiosa tentación: el Diablo quiere poner a prueba su actitud filial ante Dios (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 538). Se realiza en Jesús lo que prefiguradamente había acontecido con Adán en el paraíso, y con el pueblo de Israel en el desierto. La tentación es la misma. El Diablo pretende sembrar la duda sobre Dios; invita a prescindir de Él, a desobedecerle, a optar por uno mismo; por las propias capacidades, por las propias fuerzas, por el ejercicio de la propia autonomía. En una palabra: a vivir sin Dios o a vivir contra Dios; erigiéndonos nosotros en dioses, o volviendo la mirada a los falsos ídolos.

¿Acaso no podemos reconocer, en tantos cantos de sirena que llegan a nuestros oídos, el mismo susurro que llegó a los oídos de Adán, a los de los israelitas o a los de Jesús? ¿No constituye acaso el secularismo hedonista que nos envuelve un acicate para olvidar a Dios, para no reconocer nuestros propios límites, para hacer de dioses, para creernos dueños de la vida y de la muerte, del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso? ¿No se nos dice, como postulaba Sartre, que hay que negar a Dios para afirmar al hombre?

La Cuaresma se abre, pues, como un camino de lucha contra la tentación y contra el pecado. En esta lucha consiste la penitencia a la que Cristo nos llama: “convertíos y creed en el Evangelio”; o, lo que es lo mismo: volveos a Dios, reorientad radicalmente hacia Él toda la vida y todo el corazón (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1431). Cauces para este itinerario de penitencia son la oración, el ayuno y la limosna.

Pero el camino de la Cuaresma es, sobre todo, un camino de unión a Cristo, para aprender de Él, que fue “probado en todo” (Hebreos 5, 15), a obedecer con esa “suprema obediencia de su amor filial al Padre” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 539) que, a través de la Pasión, conduce a la vida nueva de la resurrección.

Las sendas del Señor son “misericordia y lealtad” (cf Salmo 24); sendas de vida, de verdad, de felicidad auténtica.

Guillermo Juan Morado.

lunes, 27 de febrero de 2006

El lenguaje de la incomprensión y la cultura de los extremismos


De todos los lenguajes, el único que me entusiasma sobre todos los demás, es el universal de la creación, aquel que pone en orden y armonía el cosmos, y que todos estamos en disposición de percibir. Todo lo contrario a esos otros lenguajes humanos que nos desavienen porque chirrían frialdades, rechinan apatías y crujen en discrepancias. Considero que, de un tiempo a esta parte, la incomprensión ha ganado posiciones. Las ideas extremas o exageradas también han tomado su vida, bailando al mismo son de enredo que de confusión. El guirigay de batallas y el galimatías de contradicciones superan el lenguaje de las chirigotas. Con este patio, en carnaval continuo, resulta muy complicado tomar acuerdos. En un mundo disfrazado, fiarse es todo un atrevimiento.

Más que la imposibilidad de comprender, está la imposibilidad de sentir. Los corazones de piedra se han puesto de moda. El extremismo sectario y la violencia son gigantes que caminan sobrados de desamor. Al secretario general de la ONU, Kofi Annan, no le ha temblado la voz para pedir acuerdos y ponderación a la Alianza de Civilizaciones. Propone la tarea de identificar medidas concretas y específicas para que se oiga la voz de los moderados y se frene el círculo vicioso de los prejuicios e incomprensiones mutuas que alimentan el extremismo y la violencia. No cabe duda de que los tiempos venideros acrecentarán el fenómeno de la globalización, el proceso por el que el mundo se convierte cada vez más en un todo homogéneo. Bajo este marco, libertad y moderación, es medicina sabia. Sin olvidar que nadie puede hacernos sentir sumisos, sin nuestro beneplácito. Hay que defender y apoyar la autonomía propia de cada persona en su organización social, cada una en su esfera singular, tratar de entenderse con acciones concertadas y conjuntas. O sea, buscar el punto de juicio y la visión de unidad en concierto.

Lo que dijo Annan no tiene desperdicio. Convendría tomar buena nota de ello. Subrayó la importancia de que la sociedad, y en especial los jóvenes, comprendan que quienes gritan más alto o actúan de manera más provocativa no suelen representar los verdaderos sentimientos de quienes dicen defender. Lo de sacar pecho y plantar cara, incomprensiblemente, es el pan nuestro de cada día. Alumnos que insultan y pegan a sus docentes con total descaro. Lo nunca visto. Alguien me anuncia que ha llegado el circo a las aulas. Eso sí, los docentes, deben saltar a la pista sin látigo. En plan domador, claro está. Las fieras no entienden de maestro. A esto hay que añadir que la autoridad del instructor está por los suelos y que cuenta con los parabienes de algunos padres. Los hay que asienten por decreto filial, forzados por sus propios hijos. Otros padres siguen la onda de la misma sociedad, en plan pasota y pasivo, viéndolas venir para esquivarlas. En el entreacto del aulario circo que a ningún enseñante se le ocurra darle un cachete al niño, vaya que se nos traumatice el golfo; perdón el chaval.

Bajo este número circense, la enseñanza, se ha convertido en el más difícil todavía. Esa juventud altanera es la misma que se concentra los fines de semana para darse duchas de alcohol y baños de drogas por las plazas, en parte con el consentimiento de sus padres que suelen ser los que pagan el absurdo divertimento de levantar litronas. La consecuencia salta a la vista. No hay que ser ciego. Rompen todo a su paso, lo embadurnan de cristal y jeringas. Si alguno le llama la atención, lo miran despreciativamente. En suma, que tienen todos los derechos y ningún deber. Son insolventes consentidos por la sociedad. No pagan ni un plato roto. Si la estabilidad educativa en nuestro país continúa siendo una quimera y lo educativo es incapaz de fomentar el desarrollo integral y armonioso de la persona, ya me dirán cómo se puede educar a unos monigotes embriagados. Qué me lo expliquen.

Todo este descontrol de martirios acrecienta, como es propio, más monsergas. Los desafectos nos dejan sin afecto. Las parejas tienen problemas de incomprensión. Los mayores, cosechan incomprensiva soledad. Los niños reciben la incomprensión de los adultos. La indiferencia se sube al poder. Y la discrepancia gobierna como gallo en corral. La pugna, como el cisma, es historia de nuestra historia de vida. Incluso la fe, en la concepción virginal de Jesús, ha encontrado viva oposición, burlas o incomprensiones por parte de los no creyentes, judíos y paganos. Para el secretario general de la ONU, en la actualidad, “el problema no son las creencias, sino los pequeños grupos que distorsionan la fe para apoyar su causa”, por lo que apostó por animar a la mayoría moderada a “rechazar y denunciar a quienes se muestren irrespetuosos de los valores y principios de solidaridad presentes en todas las grandes religiones”.

En todo caso, frente a los urgentes problemas de la sociedad global, casi todos ellos generados por la incomprensión y los extremismos, pienso que es muy relevante la colaboración de todas las religiones. Creo que deben sentirse llamadas a renovar sus esfuerzos de cooperación para promover la vida humana y su dignidad, defender los ancestrales valores de la familia, aliviar la pobreza con su ejemplo, fomentar la justicia con su voz, y ayudar a preservar el ecosistema de nuestra tierra, como fruto de vida que nos da vida.

La falta de comprensión que sufrimos actualmente y la viveza de extremismos que soportamos, hace que nos estemos moviendo en un terreno peligroso. Pienso que habría que darle un gran impulso al encuentro entre diversos, lo que conlleva el entendimiento de unas regiones con otras y de unas religiones con otras. Una luz de esperanza, en este sentido, es el papel que vienen desempeñando algunas confesiones religiosas en favor del diálogo y de la paz, allanando así las difíciles relaciones internacionales que a veces se producen entre naciones. Sólo la moderación y la sabiduría abren camino a la convivencia. Sin duda, el lenguaje de la incomprensión y la cultura de los extremismos, sobre los que gravita un peso importante de los conflictos actuales, tendríamos que desterrarlos o enterrarlos, tanto por su fondo de división como por su forma de ruptura.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

domingo, 26 de febrero de 2006

“Sois una carta de Cristo” - VIII Domingo del Tiempo Ordinario


La Sagrada Escritura describe la relación de Dios con su pueblo como un compromiso matrimonial. Dios es el Esposo que habla al corazón de los suyos, que se casa con el pueblo “en derecho y justicia, en misericordia y compasión” (cf Oseas 2, 14-20).

El Papa Benedicto XVI, en su encíclica “Deus caritas est” comenta las imágenes atrevidas con las que el profeta Oseas dibuja el amor de Dios; un amor apasionado, fiel y gratuito, que está siempre dispuesto al perdón (cf Benedicto XVI, “Deus caritas est”, 9-10). En verdad, como afirma el Salmista, “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Salmo 102).

Jesucristo hace visible el amor esponsal de Dios. Él es el Novio aguardado, el Esposo que establece, de una vez para siempre, la Alianza Nueva entre Dios y los hombres. Por ello, su presencia entre nosotros convierte el ayuno del mundo en banquete de bodas. La Santa Misa es este banquete nupcial en el que se realiza la unión íntima de cada cristiano con el Señor: “Quien come mi carne y bebe mi Sangre permanece en mí y yo en él” (Juan 6, 56). Lo que será una realidad definitiva en el Cielo se anticipa así en el sacramento eucarístico.

La unión a Cristo hará posible que se cumplen las palabras del apóstol San Pablo: “Sois una carta de Cristo” (cf 2 Corintios 3, 1-6). El Apóstol presenta a los mismos cristianos como su mejor carta de recomendación. El mundo tiene derecho a poder ver escrita en nuestras vidas esta “carta de Cristo”, porque el lenguaje del ejemplo, del testimonio, de la coherencia, no necesita de grandes interpretaciones para poder ser entendido por todos: “cualquier gente – escribía San Juan de Ávila – por bárbara que sea, aunque no entienda el lenguaje de la palabra, entiende el lenguaje del buen ejemplo y virtud, que ve puesto por obra, y de allí vienen a estimar en mucho al que tales discípulos tiene” (“Audi, filia”, 34).

Somos discípulos de Cristo. De nuestro testimonio depende, en buena parte, que muchos se acerquen a Él viendo lo que su gracia ha sido capaz de obrar en nuestras vidas. A pesar de nuestros defectos, y de nuestros pecados, hemos de sentir la responsabilidad de transparentar el amor compasivo y fiel de Dios; su infinita ternura y misericordia.
Guillermo Juan Morado