viernes, 18 de agosto de 2006

Sensibles a toda corriente


Confieso la debilidad por aquellas gentes que alientan el diálogo y encienden palabras, que son sensibles a toda corriente, que se inventan cauces de proximidad en un mundo de lindes. Nada les suele sacar de quicio. Por sí mismas, son un oasis de aire fresco. Más que nunca, pienso que necesitamos de estos soñadores que van más allá del chismorreo. Quizás nos vendría bien quitarnos los impermeables, navegar desnudo como los poetas, darnos menos importancia e importarnos más por la vida que viven los seres humanos, vengan de donde vengan, vayan a donde vayan, vuelvan o retornen, porque el mundo es más chico que un ruedo de luna en el universo del sol.
Volviendo los ojos a nosotros mismos, el confort es muy dispar y anda disparatado. Está visto que el crecimiento económico nos separa como las geografías del viento. Unos se han crecido con la cultura del pelotazo, mientras otros se han quedado en pelotas, por necesidad. Cada día son más los que no tienen lecho, ni techo, ni viandas, ni ganas de ir a la escuela, ni seguros sociales, ni justicia porque no pueden poner fianza como pago de libertad, ni médico de cabecera capaz de consolar al gentío con pastillas de esperanza para sobrevivir en este mundo de lagartos. “Yo también soy Bea” –dice media España mientras la otra media saca sus pechos al sol.
Lo que nos hace falta es que saquemos el corazón al aire y que, en todas las atmósferas, funcionen los servicios para todos, los equipamientos e infraestructuras. Se precisan políticas de reparto justo, más diálogo y menos confrontación partidista, más sensibilidad social y menos demagogia. Primero son mis dientes que mis parientes. El egoísmo ha tomado por bandera el orgullo y lo de dar el brazo a torcer cuesta un riñón. Hasta un vaso de agua se niega a una rosa. Que se lo digan a esos campos que arden de sed mientras sus ciudadanos no se ponen de acuerdo en los trasvases fluviales. En la memoria del cielo quedan los dolores de estos campos desérticos, sin que nadie pueda ponerle un manantial de poesía que le embellezca.
Eso de atentar contra toda vida humana es muy propio del momento actual. Ya lo advirtió Gerardo Diego, que tampoco nadie se detiene a oír la eterna estrofa del agua, donde los enamorados sembraban palabras de amor, palabras. Insensibles, nos estamos cargando la belleza existencial, los bailes de los árboles, las músicas de los distintos reinos, no tan distantes en la brisa enredada, y que son toda una manifestación semántica de las ideas. Cuántas alas perdidas en conversaciones inútiles. No tenemos remedio en este fluir de verbos vacíos, de nombres poblados de soledades, de adjetivos que matan en vez de rescatar.
Por no existir ya no existen ni las flechas del amor. La Asociación de Víctimas del Aborto no da abasto, reclaman socios dispuestos a dar un poco de ternura a esas jóvenes desconsoladas que se encuentran perdidas. No hace falta nada más que un poco de comprensión. Cuando habla el lenguaje del corazón, sólo se necesita sensibilidad para entender y conversar. Menos mal que todavía hay poetas como Enrique Seijas para recordarnos que el amor existe, nos sublima (“Sublimación” es el título del libro), nos hace sentirnos vivos. Seguramente nos viene de perlas meditar estos latidos. El amor que es amor, jamás nos desorienta. Pruébelo. Servidor, con la clemencia del autor, les deja esta receta salvavidas: “El amor me mostró otros caminos, / otra vida: / el cielo abierto, el aire, la luz… / ¡Y empecé a reencontrarme!” Buen pulso el del verso, para orientarse debidamente a sí mismo y ser más sensibles a toda corriente; aunque algunos, a mi parecer más inhumanos que humanos, besen con labios de mármol.
Víctor Corcoba Herrero /Escritor
corcoba@telefonica.net

La justicia y el perdón


Es una de las siete peticiones del Padre nuestro: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Se trata, dice el mismo Catecismo, de una petición “sorprendente” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2838). Es un ruego que, para ser escuchado, requiere haber respondido antes a una exigencia. Sin perdonar no se puede recibir el perdón, porque en un corazón cerrado no es capaz de penetrar el amor. El perdón da testimonio de lo humanamente casi imposible y muestra que, en nuestro mundo, el amor puede ser más fuerte que el pecado; que puede vencer al mal.
Hay que ser cautos cuando se habla del perdón. Como toda palabra esencial, se presta a la manipulación, al disfraz, a la mentira, al juego sucio de los intereses. Una sutil - o grosera - tentación es la de encubrir la injusticia con el vestido del perdón. El perdón es una forma de amor. La injusticia contradice el amor y se opone a la paz. La lógica del perdón no busca suplantar la justicia, sino ensancharla; no pretende enmudecer el ansia de reparar el orden violado, sino hacer posible ir más allá del rencor y de la venganza. Se podría decir que el que ama lucha por la justicia; pero por una justicia generosa, no cicatera, propensa a que cicatricen las heridas abiertas.
El perdón, enseñaba Juan Pablo II, “antes de ser un hecho social, nace en el corazón de cada uno” (cf “Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz” de 1 de Enero de 2002). Es “ante todo una decisión personal, una opción de corazón”, que tiene su raíz en el amor de Dios y su modelo supremo en el perdón de Cristo en la cruz (cf Lucas 23, 34). Pero, desbordando el contorno estrictamente personal, el perdón ha de impregnar también el ámbito social. La paradoja del perdón se caracteriza por la tensión entre perder y ganar y por la dialéctica entre apariencia y realidad; comporta siempre “una aparente pérdida, mientras que, a la larga, asegura un provecho real”.
A quienes deseamos la paz, nos queda siempre abierto un modo de alcanzarla: orar. Orar por la justicia; para no profanar ni la oración ni la paz. Y orar también por el perdón -ese "perdón difícil", que diría Paul Ricoeur - , insistiendo en la petición sorprendente del Padre nuestro, que abarca, sin confundirlos, a verdugos y víctimas; a quienes obran el mal y a quienes, injustamente, lo padecen.
Guillermo Juan Morado.