viernes, 14 de abril de 2006

“Rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo” Vigilia Pascual

“Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. ¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?” (Pregón pascual). La Iglesia exulta en la Noche Santa de la Pascua por la victoria de Cristo sobre la muerte; victoria que se convierte en nuestra victoria, en nuestro rescate, en nuestra nueva creación como hijos de Dios y moradores del Cielo.

Si el Triduo Pascual es la celebración culminante de todo el año, la Noche de Pascua es el punto culminante de este Triduo y, por consiguiente, la celebración más importante de todas las del año litúrgico. Celebrando la Resurrección del Señor, la Vigilia Pascual inaugura el “gran domingo” de la cincuentena de Pascua. Es la noche del gozo, de la victoria, de la Resurrección: “¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos” (Pregón pascual).

La Liturgia de la palabra nos permite contemplar, admirados, las maravillas que Dios ha obrado a favor de nuestra salvación: desde la creación del hombre hasta la nueva creación, cuya primicia es el Señor Resucitado. La creación del cosmos, de Adán y de Eva, el llamamiento hecho a Abraham, la salida de Egipto, los anuncios salvadores de los profetas... todo converge hacia Cristo, el Viviente, el Nazareno crucificado que ha emergido del sepulcro.

Los sacramentos pascuales, sobre todo el Bautismo y la Eucaristía, nos dan parte en esa victoria, en esa vida nueva del Señor: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (cf Romanos 6, 3-11).

“Dad gracias al Señor porque es bueno” (Salmo 117), porque su misericordia se manifiesta en el paso de la noche a la aurora, de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del alejamiento de Dios a la condición de hijos suyos. El recuerdo del bautismo, con la aspersión del agua nueva sobre nuestras cabezas, evoca ese paso que se realiza en nosotros por la acción del Espíritu del Resucitado.

La Misa de la Noche Santa de la Pascua obra el encuentro con el Señor Glorioso que nos une a Él por la comunión de su Cuerpo y de su Sangre, transformándonos en miembros vivos de su cuerpo, en piedras vivas del edificio de Dios que es la Iglesia, en hombres nuevos llamados a construir un mundo nuevo, viviendo unidos en el amor de Cristo, Nuestro Señor. Amén.

Guillermo Juan Morado.
Dr. en Teología.
guillermojuan@msn.com

“Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos” Viernes Santo

Celebración de la Pasión del Señor
“Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos, por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

En el Viernes Santo, primer día del Triduo Pascual, la Iglesia adora la Cruz del Redentor. Por medio de su sangre, de su muerte, Jesucristo instituyó el misterio pascual, el tránsito de la muerte a la vida, de este mundo al Padre.

En la celebración de este día, nos unimos a Cristo en este tránsito, para vivir, asociados a Él, nuestro propio paso del pecado a la gracia.

La austeridad caracteriza el Viernes Santo. El celebrante, postrado en el suelo, expresa la humillación del hombre terreno antes de la Pascua liberadora de Cristo. Sin Él, sin el Señor, somos muerte, pecado y debilidad. Unidos a Él nos convertimos en vida, en gracia, en hombres nuevos resucitados.

La lectura de la Pasión según San Juan nos permite adentrarnos en el misterio de la entrega de Jesucristo. El Cristo que sufre es el Señor glorioso, que con su resurrección derrota para siempre el pecado y la muerte. La majestad del Nazareno – “Yo soy” – hace retroceder y caer a tierra a los soldados que se disponen a apresarle en el huerto de Getsemaní. Ante Pilato, que lo interroga, Jesús contesta con soberana serenidad: “Mi reino no es de este mundo”. Cuando todo está ya cumplido, desde el trono de la Cruz, el Señor “entregó su Espíritu”, el principal don de la Pascua. Sus piernas no fueron quebradas, porque no pueden ser quebrados los huesos del Cordero Pascual. De su costado traspasado por la lanza salió sangre y agua, símbolo de la Iglesia, edificada por los sacramentos pascuales del bautismo y la Eucaristía.

La Cruz que adoramos es la cruz victoriosa del Crucificado. La Cruz ante la que nuestras rodillas se doblan, reconociendo, con esa genuflexión, la gratuidad y la grandeza del amor del Redentor.

El ayuno del Viernes Santo nos permite recordar que somos hombres hambrientos de salvación; y que nuestra hambre se verá saciada con la vida nueva que nos regala Cristo Resucitado, cuando el gozo de la Pascua ilumine las tinieblas de la noche y nos haga vislumbrar “la luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste inmortal”, el “santo y feliz Jesucristo”.

Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.com

Gestiones que nos indigestan

Cada día aumentan las cuestiones que nos empachan y las acciones que nos repugnan; en parte, porque los que ocupan puestos de responsabilidad no acepten cuestionarse su gestión, su modo de administrar el poder y de procurar el bienestar de las personas. El que más de seiscientos participantes congregados en la I Conferencia Nacional sobre Prevención de Residuos organizada por el Ministerio de Medio Ambiente, en el actual mes de abril, realizaran un diagnóstico negativo sobre las políticas de prevención en materia de residuos, debiera ser motivo suficiente para tomar otro rumbo.
Ciertamente, los residuos constituyen un grave problema ambiental y están en el origen de otros como la contaminación de las aguas, del suelo y aire o los riesgos de salud pública. Educar en la solidaridad y en el respeto al medio ambiente es hoy una necesidad urgente que sólo figura en los planes educativos. La realidad es que se hace bien poco, por no decir nada. Sólo hay que ver el rastro que dejan los jóvenes cuando se reúnen para practicar baños etílicos o para degustar sustancias como huída de este mundo canalla. Hace tiempo que la enseñanza en la madre patria se gestiona como adoctrinamiento, en vez de atenerse a los preceptos constitucionales que demandan el desarrollo pleno de la personalidad humana como finalidad de la educación (art. 27.1 de la Constitución Española) y las garantías necesarias para que los padres puedan elegir la educación moral y religiosa que responda a sus convicciones (art. 27.3). La absurda imposición por parte del Estado de una determinada formación moral a todos los ciudadanos, bautizada como Educación para la ciudadanía, ratifica el pensamiento anterior. Así, luego, pasa lo que pasa; y nadie respeta nada, ni a nadie.
La lección dejada por los participantes en la Prevención de Residuos, ahí está. Hablaron hondo y profundo. Piden más control. Donde el descontrol reina, mal gobierno tiene. Y también solicitan la colaboración de la sociedad para una correcta gestión de los residuos. Es más de lo mismo que se dijo ayer. Tampoco creo en la efectividad de las campañas publicitarias cuando se permiten otras que incitan a todo lo contrario. Si el amor, lo que era más puro, se ha convertido en un Express de usar y tirar, el ambiente es un espanto que toma raíces. Torpe consejero es el tipo que no tiene corazón. Genera un veneno de difícil reciclado, por mucho poeta que exista para que purifique y matrimonios que celebren boda. Al final no sabemos si el poeta escribe como catarsis de su ego y si la celebración matrimonial es por amor o por interés. Lo mismo sucede con tanta convocatoria ambiental, cuesta comprender si es para concienciar o para despistarnos y entreternos. Porque, además, los problemas medioambientales (gestión de aguas y residuos, protección de espacios naturales, control de la contaminación…), en vez de mermar, crecen y se disparan como los divorcios.
También resulta complicado la toma de conciencia ciudadana, si quienes debieran dar ejemplo, por su cargo de autoridad o carga de solidaridad, no lo hacen o pasan de hacerlo. Ya me gustaría que el camino de la adhesión y de responsabilidad, en cuanto a generar residuos menos tóxicos o más reciclables, tuviese un lleno total de caminantes, y que la madre patria tuviese una dimensión cada vez más humana, o sea de amor, puesto que el ser humano está profundamente vinculado a su hábitat.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

miércoles, 12 de abril de 2006

“En el “extremo” del amor de Dios” Jueves Santo - MISA VESPERTINA DE LA CENA DEL SEÑOR


La semana santa tiene su centro en el Triduo Pascual. Tres días: el viernes santo, el sábado santo y el domingo de Pascua, en los que la Iglesia conmemora y actualiza el paso o tránsito de Jesucristo “de este mundo al Padre” (cf Juan 13, 1-15), a través de su muerte y resurrección. La introducción o el pórtico de este Triduo es la celebración de la Misa vespertina de la Cena del Señor.

Jesús, en la última Cena con sus Apóstoles, dio su sentido definitivo a la pascua judía – de la que nos habla el libro del Éxodo (12, 1-8.11-14) - . La conmemoración de la salida apresurada y liberadora de Egipto, se convierte en prefiguración de otra salida y de otro éxodo: el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección.

La Eucaristía es la celebración de este éxodo, de esta Pascua Nueva, “del `éxodo hacia Dios´ de la resurrección del Hijo encarnado, en el que la muerte ha sido engullida por la victoria” (Bruno Forte).

Recordando y haciendo presente la Pascua del Señor, la Iglesia anticipa su pascua final en la gloria del Reino (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1340). “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”, nos dice San Pablo (1 Corintios 11, 23-26). Sí, la Eucaristía se celebra en la “provisionalidad” de la fe y en la expectación esperanzada de que la Pascua de Cristo será también nuestra pascua, nuestro paso definitivo al Padre, nuestra entrada en el Reino, en la verdadera tierra de promisión.

Mientras aguardamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo, cumplimos su mandato: “Haced esto en memoria mía”. Hacemos memoria de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada. Una memoria que actualiza, en el signo sacramental de la Eucaristía, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz.

“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”, anota San Juan. La Pascua de Cristo nos sitúa en el “extremo” del amor de Dios: de un Dios que sale de sí mismo hasta el abajamiento supremo de la Cruz; de un Dios que se convierte en esclavo, lavando los pies de sus discípulos; de un Dios que expresa de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en una cena en la que su Cuerpo que va a ser entregado es el alimento, y su Sangre que va a ser derramada es la bebida.
El Papa Benedicto XVI, en su encíclica “Dios es amor”, escribe que “la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús”, pues nos implica en la dinámica de su entrega(cf Deus caritas est, 13). El amor de Dios se nos da como alimento en la Eucaristía, y nos capacita para amar como Cristo ama, con un amor que da la vida.

Es ese el marco adecuado para comprender el mandamiento nuevo que nos da Jesús: “Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todo» (cf. 1 Co 15, 28)” (Deus caritas est, 18).

Signo de la precedencia del amor de Dios es el sacerdocio ministerial, a través del cual Cristo construye y conduce a su Iglesia, para seguir actuando y realizando en el mundo la redención.

Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.
com

lunes, 10 de abril de 2006

El Domingo de Ramos ¿Por qué fijar el crucifijo más que nunca en nuestro corazón?


Con el domingo de Ramos
se abre la puerta de la santa semana,
y se cierra y encierra el alma
para ver pasar al Señor
por la ventana del silencio
y contemplar que sus pasos
se posan en quien le aclama y reclama.

Con el recuerdo de las Palmas,
aquellas que espigan de las entretelas,
la tela del calvario se clava mejor
en los labios del espíritu,
que es la que en verdad
nos habla y nos quita la sed.

Con la evocación de la Pasión,
el signo del amor se hace luz
y se deshacen las tinieblas.

Hemos ascendido por una alfombra
de versos a Jesús, aclamado primero,
y, luego, hemos descendido a un mundo
de Judas, que le condena después.

Este es el verdadero poema:
“Mira que estoy a la puerta y llamo”.
Quién no lo vea, mírese por dentro.
Quién se vea por dentro, compártalo.
Que un corazón que comparte
es un corazón que profesa
la procesión de la alegría pascual;
llevando su cruz,
con la cruz de la esperanza que apacienta.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net