viernes, 5 de mayo de 2006

“El débil rebaño”


La oración colecta de la Misa del cuarto domingo de Pascua se refiere a la Iglesia con la denominación de “débil rebaño” del Hijo de Dios. Es una expresión que recuerda la empleada por el mismo Jesús, que llama a su Iglesia “pequeño rebaño” (cf Lucas 12, 32), y que tiene su precedente en el anuncio profético de que Dios mismo pastoreará a su pueblo (cf Isaías 40, 11; Ezequiel 34, 11-32).
La Iglesia es, en medio del mundo, un débil y pequeño rebaño - pussilus grex - que Jesús pastorea. Es una realidad humilde, que no se impone ni por su tamaño ni por su fuerza. La población mundial es de unos 6.388 millones de personas; de ese número total, son católicos aproximadamente 1.098 millones; es decir, un 17, 1% de los habitantes del planeta. Después de dos mil años de cristianismo, son muchos los que aún no han conocido a Cristo ni se han incorporado a su Iglesia. La Iglesia es también una realidad débil: no cuenta con grandes ejércitos; no tiene unos ilimitados recursos económicos; no se cuenta entre las potencias mundiales que pretenden decidir el destino de la historia. Más aun, la Iglesia es débil porque carga con los pecados de sus miembros, los de cada uno de nosotros; los tuyos y los míos.
A este pequeño rebaño, Jesús le pide fortaleza: “No temáis, pequeño rebaño” (Lucas 12, 32). La fortaleza es una virtud que asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien. La fortaleza hace capaz de vencer el temor y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1808). No han faltado nunca a la Iglesia las pruebas y las persecuciones. Ni le faltan tampoco hoy. En Europa, en esta vieja Europa que ha crecido vivificada por el cristianismo, “aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 7). Un desdén y una amenaza que comprobamos cada día: en una legislación civil muchas veces contraria a la ley moral natural; en estilos de vida marcados por el agnosticismo y la indiferencia religiosa; en un ambiente social que desprecia abiertamente la herencia cristiana. Jesús nos dice: “No temáis”.
La confianza del pequeño rebaño que es la Iglesia no se deposita en los poderes de este mundo, sino en Dios nuestro Padre; en Jesucristo, su Hijo; en el Espíritu Santo que nos asiste. La fortaleza del pequeño rebaño reside en su Cabeza, que es Cristo, el Buen Pastor. Él no nos deja desasistidos. Él nos conoce por nuestro nombre y da la vida por nosotros. Jesucristo guía a este pequeño rebaño a la vida eterna a través de su Pascua.
“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”, dice el Salmo 22. El Señor es Cordero y Pastor. Él ha caminado delante de nosotros, atravesando las cañadas oscuras del dolor y de la muerte, para abrirnos paso. Él es el Cordero degollado, mudo, inmolado, aparentemente vencido por el mal de este mundo (cf Isaías 52). Pero es también, por su muerte y resurrección, el Cordero vivo y glorioso que está en pie en el trono de Dios, tal como lo describe el libro del Apocalipsis (5, 6). Su victoria es firme y definitiva y su presencia, la presencia del Resucitado, actúa en la historia. Él sigue convocando, a través del pequeño rebaño de su Iglesia, a todos los hombres, pues ningún otro puede salvar (cf Hechos 4, 81-12). En una antigua homilía, el Obispo Melitón de Sardes ponía en boca del Señor Resucitado estas palabras: “Venid, por tanto, vosotros que sois estirpe de hombres manchados por los pecados, y recibid el perdón de los pecados. Yo soy, de hecho, vuestro perdón, yo soy la Pascua de salvación, yo soy el cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestro camino, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo soy quien os conduce a las alturas de los cielos, yo os mostraré al Padre que vive desde la eternidad, yo soy quien os resucitará con mi diestra” (“Homilía de Pascua”, 103).
Escuchemos esta llamada de Cristo, al disponernos a celebrar el sacramento de su Pascua, por el que nos unimos a la alabanza de la Iglesia del cielo. Y pidamos también el don de la fortaleza para los ministros que el Señor escogió como instrumentos suyos, como servidores del Buen Pastor, para que sean imagen viva del amor de Cristo que da la vida por su grey.
Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.com

Una teóloga encantada de que no haya vocaciones


Leo una entrevista a una teóloga, en la que, preguntada sobre la crisis vocacional que padecen Europa y España, afirma que eso – la escasez de vocaciones – “es enormemente positivo, porque es devolverle al laicado el protagonismo que tuvo en los orígenes del cristianismo”. Para esta teóloga, profesora en una conocida Universidad Pontificia, la penuria vocacional es una buena nueva, casi un fruto del Espíritu, para que la Iglesia retorne a la pureza de los orígenes.

He de confesar que escuchar o leer estas cosas me produce una gran tristeza, porque veo los Seminarios vacíos o casi vacíos, y porque ir por ahí haciendo afirmaciones de ese tenor equivale, de algún modo, a culpabilizar a los jóvenes que, habiendo escuchado la llamada de Dios, se disponen a seguirle en el camino del sacerdocio. Mejor sería que se fuesen, que emprendiesen otros senderos, para no entorpecer la vuelta a la Iglesia de los comienzos.

Naturalmente, si uno se para a pensar qué es la Iglesia y qué es ser cristiano, llega a conclusiones muy distintas. Si la Iglesia es fruto de la iniciativa de Dios, y no una mera organización humana; si la Iglesia es el caudal de la gracia; si la Iglesia es el Cuerpo y la Esposa de Cristo, entonces hay algo – o mejor Alguien – que siempre tiene la precedencia. Y ese Alguien es Jesucristo. Es Él, con la fuerza del Espíritu, el que construye la Iglesia, nacida en el corazón del Padre.

Si la primacía le corresponde a Jesucristo, experimentaremos la necesidad de que esta precedencia se visibilice en signos vivos que la hagan presente y eficaz. Y ese es el papel del sacerdocio ministerial: recordar y actualizar la precedencia de Cristo en la construcción y en la guía de la Iglesia. El sacerdocio ministerial no está para suplir, sino para servir a un pueblo enteramente sacerdotal, que tiene como templo el Cuerpo vivo del Resucitado y como altar la existencia diaria de cada uno de los fieles, vivida en la fe, en la esperanza y en la caridad.

El sacerdocio ministerial recuerda de forma permanente a este pueblo de sacerdotes que no puede haber ofrenda de los miembros del Cuerpo, sin ofrenda del que es su Cabeza. Si podemos interceder ante el Padre, y presentar como “hostia viva” nuestro existir cotidiano, nuestra alabanza, nuestro sufrimiento, nuestra oración y nuestro trabajo es porque Él, el Señor, nos precede con la ofrenda perfecta de sí mismo, nos asocia a ella y nos hace partícipes de ella.

El sacerdocio ministerial recuerda al pueblo de sacerdotes que la Palabra nos es dada, que la Verdad es un don, que el perdón es un regalo. En resumen que no nos salvamos a nosotros mismos, sino que es el Señor quien nos salva.

Por todo ello, este pueblo de sacerdotes se verá fortalecido y dará frutos de vida en el Espíritu, si Cristo, a través del sacerdocio de los ministros, sigue alimentándolo con la sangre y el agua que manaron de su Corazón traspasado en la Cruz.

Para que haya cada día más fieles laicos que impregnen el mundo con la savia nueva del Evangelio, envíanos, Señor, muchos y santos sacerdotes.

Guillermo Juan Morado.
Dr. en Teología.

Políticas de partido


Mal camino llevamos con el romance de los días, si cada cual toma la senda a beneficio propio. Dicho en lenguaje de pueblo, que no se pueden hacer políticas de partido (de dividendo) en temas de Estado, como si el Estado fuese el partido; es decir, el yo por encima de todos, mis súbditos. La democracia necesita el oxígeno del consenso para fortalecerse y un horizonte de transparencia para avanzar. Pues miren por donde, el consenso, se ha convertido en el gran ausente y la corrupción, en algunas plazas, nos impide ver el bosque. Esto es grave, gravísimo, porque se roban versos a los derechos fundamentales y libertades a los juglares. No hay derecho a que un gobierno tome nuestros derechos propios a su antojo partidista, rompa unidades, destroce tradiciones, politiqueen territorialidades, conlleve a la ruptura de instituciones o resucite inciviles momentos vividos. Esto es una agresión, en toda regla, contra el romance demócrata. Así la democracia dista mucho de lo real y es más bien un fenómeno formal que, ahí está, como el romancero de los amores imposibles.
Pienso, déjenme pensar, que ha de enmendarse con urgencia este caos de arbitrariedades que recibo todas las mañanas nada más salir a la calle. Cuidado con las brechas abiertas no arbitren venganza y nos den de plano, en el cogote, por cabezones. La ética democrática, o sea, la del romance de los valores constitucionales, exige que los sistemas se adecuen a las necesidades ciudadanas, y no que el ciudadano se sacrifique en aras de un sistema interesado. En democracia hay que consensuar posturas o esperar a que se consensuen. Hay que darle su tiempo para fermentar. Se precisa que esponje el pan de las igualdades y naveguen los peces de la justicia para todas las miradas.
Hay que llamar muchas veces a la puerta del corazón ciudadano, y no sólo por el tiempo electoral; y hay que hacerlo aunque no sea políticamente correcto. Llamar a las cuestiones por su nombre es lo justo. Sin engaños. Que el romancero sea de verdad. Estoy harto de que me traten como un objeto. Todo es un mercadeo. Me niego a tragar. Esto pasa por hacer la vista larga, por consentir que se divorcie la política y la moral. La confusión está servida. Se confunde el bien de la generalidad con el bien partidista. Y así, la vida democrática ha dejado de desarrollarse con la mayor participación ciudadana. Ahí está la política de partido que lleva a cabo Zapatero, dejando en el camino, sin romance ni avance, a un amplio sector de españoles que se encuentran verdaderamente alarmados ante el aluvión de normas doctrinarias, en ocasiones contrarias a la mismísima ley natural. No pasa nada, dicen. Yo, sin embargo, digo que los efectos pasarán factura. Tiempo al tiempo.
Ante este panorama, donde el romance es una confusión de Sanchos con la panza bien surtida, pido con el alma en voz que nadie quede fuera de olla. No, ¡porfa! No me gustan los frentes, donde el más fuerte se come al débil. Lo de hacer partidismo y patrimonio, lo de encender emociones irresponsablemente, rompe cualquier rima y destroza cualquier corazón. Al final, todo se deja ver y oír. Moraleja para los acorazados: Faltan esos grandes acuerdos producidos por consentimiento de la mayoría de los grupos políticos y sobran desacuerdos reproducidos por la continua negativa al adversario. Qué pena de romance, si en la ciudad de los humanos, los ciudadanos ya no tienen voz porque se han dejado comprar la palabra por los voceros partidistas, encantadores de musas y seductores de cuentos.
Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

miércoles, 3 de mayo de 2006

María, la musa del amor


Eres mi musa, Eres inspiración,
Eres el fundamento de mi amor.
Tu divino gesto de entrega
Fecunda en mi la vocación,
Vocación de amar y de servir,
Como Jesús y María, para vivir.

Eres mi musa, Eres inspiración,
Eres el gran pedido de mi corazón.
Aliada mía, yo te pido en este día
Tu mirada y tu sonrisa,
Que me guíen en la vida y
Me compartan tu alegría.

Eres mi musa, Eres inspiración.
Llenas de amor filial mi corazón,
Para que ame como vos al prójimo.
Tu voz me dice como amar y
Tus ojos a quien ayudar porque
Eres mi inspiración, porque vos me
Animas.

Eres mi musa, Eres inspiración.
Madre mía, me regalaste tu amor
Pero no para guardarlo, sino para
reflejarlo.
Por amor a ti, amaré hasta el fin.
Sin vacilar y sin dudar debo asegurar
Que amar es mi pasión fundamental.

Eres mi musa, Eres inspiración.
Tu nos llamas a que amemos y
Que al fin a Dios contemplemos.
Él es el camino y te eres la guía,
Él es la verdad y tu enseñas hablar,
Él es la vida y tu, Madre, nos la das.

Eres mi musa, Eres inspiración,
Por siempre tu ejemplo voy a seguir.
Eres la musa del amor, del amor que
Lleva al Padre y en él nos mantiene.
Mueves corazones y nutres espíritus,
El amor no se borra, el resto es
pasajero.

Eres mi musa, Eres inspiración,
Eres el deseo de mi voluntad,
Eres el agua de mi cuerpo.
Mi alma grita tu nombre y
Yo escucho tu respuesta:

Ama, porque nunca sobra el amor,
Ama, porque alguien lo necesita,
Ama, porque fuiste amado primero,
Ama, sin saber a quien ni porque,
Ama, para no olvidar que Jesús te
ama.
Esteban Albiger,
Inspirado por María

martes, 2 de mayo de 2006

El Evangelio del Domingo: “Vosotros sois testigos de esto” Tercer domingo de Pascua


El Evangelio de este tercer domingo de Pascua presenta a Jesús apareciéndose a los discípulos en el Cenáculo. El Señor, pedagógicamente, ayuda a entender a los suyos la realidad de su resurrección. Les muestra que no es un simple espíritu: “Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24, 39). La relación, no sólo visual, sino mediante el tacto y el gesto de compartir la comida manifiesta claramente que su cuerpo glorificado es un cuerpo auténtico y real.
Su cuerpo es el mismo cuerpo que ha sido martirizado y crucificado, y que sigue llevando las huellas de la pasión: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 645).
El Señor introduce también a los discípulos en la comprensión del sentido y del alcance salvífico de la resurrección. Todas sus palabras y las predicciones de la Escritura tienen en la resurrección su cumplimiento: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse” (Lucas 24, 44). Y les “abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Las Escrituras nos permiten comprender a Cristo y Cristo es la clave para comprender las Escrituras. Como escribió Hugo de San Víctor: “Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo” (De Arca Noe, 2, 8; Catecismo de la Iglesia Católica, 134).
Jesucristo Resucitado, tras mostrar su identidad, confió la misión a sus discípulos: “Vosotros sois testigos de esto” (Lucas 24, 48), vosotros sois testigos de que el Mesías crucificado ha resucitado de entre los muertos, y “en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén” (Lucas 24, 47).
Es decir, existe una unión entre el testimonio de la resurrección de Cristo y el anuncio del perdón. Ser testigos del Señor es experimentar y proclamar que su muerte nos libera del pecado y que su resurrección nos abre el acceso a una nueva vida (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 654). Ser testigos del Resucitado es vivir y predicar el evangelio de la justificación; la buena noticia de que Dios, por la fe y el bautismo, nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1992).
Es éste el testimonio de Pedro, que recoge el libro de los Hechos de los Apóstoles (3, 13-15.17-19): “matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos”, “arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados”. Éste es también el testimonio de Juan: “Hijos míos: Os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (cf 1 Juan 2, 1-5).
Ser testigos hoy del Resucitado es vivir con el convencimiento alegre y esperanzado de que no somos únicamente animales desarrollados, nacidos no se sabe bien por qué, y destinados a luchar por el alimento, por las comodidades materiales y por la satisfacción de los instintos, sino que somos criaturas de Dios, hechos a su imagen y semejanza, llamados a ser interlocutores suyos, redimidos por Cristo, partícipes, por la gracia, de la misma vida de Dios y herederos del cielo.
La celebración de la Eucaristía es memorial de la Pascua de Cristo. El amor de Dios que nos justifica, borrando nuestros pecados, es el mismo amor que se nos comunica como alimento en la comunión con el Resucitado. ¡Dichosos los invitados a la cena del Señor! Amén.
Guillermo Juan Morado