viernes, 5 de mayo de 2006

Una teóloga encantada de que no haya vocaciones


Leo una entrevista a una teóloga, en la que, preguntada sobre la crisis vocacional que padecen Europa y España, afirma que eso – la escasez de vocaciones – “es enormemente positivo, porque es devolverle al laicado el protagonismo que tuvo en los orígenes del cristianismo”. Para esta teóloga, profesora en una conocida Universidad Pontificia, la penuria vocacional es una buena nueva, casi un fruto del Espíritu, para que la Iglesia retorne a la pureza de los orígenes.

He de confesar que escuchar o leer estas cosas me produce una gran tristeza, porque veo los Seminarios vacíos o casi vacíos, y porque ir por ahí haciendo afirmaciones de ese tenor equivale, de algún modo, a culpabilizar a los jóvenes que, habiendo escuchado la llamada de Dios, se disponen a seguirle en el camino del sacerdocio. Mejor sería que se fuesen, que emprendiesen otros senderos, para no entorpecer la vuelta a la Iglesia de los comienzos.

Naturalmente, si uno se para a pensar qué es la Iglesia y qué es ser cristiano, llega a conclusiones muy distintas. Si la Iglesia es fruto de la iniciativa de Dios, y no una mera organización humana; si la Iglesia es el caudal de la gracia; si la Iglesia es el Cuerpo y la Esposa de Cristo, entonces hay algo – o mejor Alguien – que siempre tiene la precedencia. Y ese Alguien es Jesucristo. Es Él, con la fuerza del Espíritu, el que construye la Iglesia, nacida en el corazón del Padre.

Si la primacía le corresponde a Jesucristo, experimentaremos la necesidad de que esta precedencia se visibilice en signos vivos que la hagan presente y eficaz. Y ese es el papel del sacerdocio ministerial: recordar y actualizar la precedencia de Cristo en la construcción y en la guía de la Iglesia. El sacerdocio ministerial no está para suplir, sino para servir a un pueblo enteramente sacerdotal, que tiene como templo el Cuerpo vivo del Resucitado y como altar la existencia diaria de cada uno de los fieles, vivida en la fe, en la esperanza y en la caridad.

El sacerdocio ministerial recuerda de forma permanente a este pueblo de sacerdotes que no puede haber ofrenda de los miembros del Cuerpo, sin ofrenda del que es su Cabeza. Si podemos interceder ante el Padre, y presentar como “hostia viva” nuestro existir cotidiano, nuestra alabanza, nuestro sufrimiento, nuestra oración y nuestro trabajo es porque Él, el Señor, nos precede con la ofrenda perfecta de sí mismo, nos asocia a ella y nos hace partícipes de ella.

El sacerdocio ministerial recuerda al pueblo de sacerdotes que la Palabra nos es dada, que la Verdad es un don, que el perdón es un regalo. En resumen que no nos salvamos a nosotros mismos, sino que es el Señor quien nos salva.

Por todo ello, este pueblo de sacerdotes se verá fortalecido y dará frutos de vida en el Espíritu, si Cristo, a través del sacerdocio de los ministros, sigue alimentándolo con la sangre y el agua que manaron de su Corazón traspasado en la Cruz.

Para que haya cada día más fieles laicos que impregnen el mundo con la savia nueva del Evangelio, envíanos, Señor, muchos y santos sacerdotes.

Guillermo Juan Morado.
Dr. en Teología.