viernes, 31 de marzo de 2006

El Evangelio del Domingo-Como el grano de trigo que cae en tierra-Domingo V de Cuaresma


El itinerario cuaresmal se aproxima a la solemnidad de la Pascua. La metáfora del grano de trigo que cae en tierra y muere y da mucho fruto (cf Juan 12, 20-33) nos ayuda a comprender el sentido y el alcance salvador de la muerte de Jesucristo.
Él es en persona ese grano de trigo de que nos habla el Evangelio. Su muerte es una muerte fecunda que se convierte en principio de vida para los creyentes. Este dinamismo de muerte y vida, de anonadamiento y de exaltación, lo expresa el autor de la Carta a los Hebreos: Jesucristo, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna” (5, 8-9).
La alianza nueva y eterna, que profetiza Jeremías (31, 31-34), ha sido instituida por el sacrificio de Cristo, que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 613). La salvación consiste en esta comunión con Dios. Por el pecado, todos los hombres hemos sido desterrados de la patria de la Alianza. Para hacer posible el retorno a esa patria, el Hijo ha bajado del cielo y nos hace subir allí con Él por medio de su cruz (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2795). Dios mismo toma la iniciativa. El misterio de la salvación es el misterio del amor del Padre que entrega a su Hijo para nuestro rescate. Es el misterio de la obediencia libre del Hijo que voluntariamente se ofrece a la muerte. Es el misterio del Espíritu Santo, que transforma nuestro corazón para hacerlo semejante al corazón de Cristo.
La alianza nueva no queda grabada en tablas de piedra, sino en el corazón de los que se dejan atraer por Jesucristo, muerto y resucitado. En torno a Él se realiza la reunión de la familia de Dios, de la Iglesia santa, a la que están convocados todos los hombres de todos los pueblos.
Nuestra misión, como cristianos, es ser heraldos y testigos de este Reino que se inaugura en la Cruz y que se extiende por el mundo en la medida en que, dejándonos transformar por el Espíritu Santo, nosotros transformemos la sociedad y la historia para construir la civilización del amor: “el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo).
Los santos son la prueba viva de la eficacia de la Cruz de Cristo, de la fecundidad de ese grano de trigo que cae en tierra y muere. En ellos ha triunfado la Pascua del Señor, la fuerza de la redención. Gracias a los santos parcelas del mundo se transforman, de manera silenciosa, pero real, en paraíso, en ámbito de vida, en jardín donde el hombre puede conversar de nuevo con Dios. ¿No hemos acaso percibido el eco de una humanidad nueva y de un cielo y una tierra nuevos cada vez que en nuestras vidas hemos encontrado el testimonio de un santo? ¿No hemos sospechado que el amor tiene la última y decisiva palabra al contemplar el ejemplo de hombres que se han dejado atraer por la Cruz del Señor?
La Iglesia entera, y la humanidad en su conjunto, se han conmovido por el testimonio transparente y luminoso de un seguidor del Evangelio como el Papa Juan Pablo II. Cuando nos disponemos a celebrar el primer aniversario de su fallecimiento, algo en nuestro interior nos dice que Dios puede, en verdad, crear corazones puros y poner amor donde no hay amor. Qué el ejemplo del siervo de Dios Juan Pablo II guíe a la Iglesia en el comienzo de este tercer milenio y nos guíe también a nosotros para que no temamos perder nuestra vida en este mundo, sabiendo que “el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna” (Juan 12, 25).
Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.com

Juan Pablo II: El Papa de los Jóvenes


Cuando el Cardenal Carol Wojtyla fue elegido Papa (16 de octubre de 1978) yo tenía 18 años recién cumplidos. Para siempre han quedado grabadas en mi memoria sus primeras palabras siendo ya el Papa Juan Pablo II: “No tengáis miedo” (Mt 28,10), “Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo”. En este su primer anuncio a toda la Iglesia Universal percibí el aliento y la fuerza del Pastor que abrazado a la Cruz nos invitada a todos a la confianza, a la apertura y a la acogida de Jesucristo Redentor de los hombres. Yo, formaba parte de la generación joven de finales de los ´70 y bajo su Pontificado he vivido la aventura hermosa de crecer en la fe, madurar como persona y descubrir con gozo la vocación al ministerio sacerdotal bajo la guía providente y sapiencial del Magisterio de Juan Pablo II.
A la hora de hacer “memoria agradecida” de su persona y de su Pontificado (1978-2005), no puedo menos de traer a la luz, a través de estas pobres líneas, los recuerdos imborrables ligados a las JORNADAS MUNDIALES DE LA JUVENTUD (JMJ) de las que Juan Pablo II fue inspirador, guía permanente y “alma” de una de las experiencias pastorales del postconcilio que más vitalidad y fecundidad han aportado a la vida de la Iglesia desde que estas se pusieran en marcha. El Magisterio de Juan Pablo II dirigido a los jóvenes en cada una de estas Jornadas (con sus 19 ediciones) conforman, sin lugar a dudas, un compendio de orientaciones, contenidos y sugerencias para la Pastoral vocacional y juvenil todavía por conocer, desarrollar y vivir. Las JMJ son y han sido la mejor “plataforma de pastoral vocacional” que la Iglesia Católica ha tenido y tiene para el encuentro en la comunión y para el despertar vocacional de los jóvenes en la Iglesia que ha vivido bajo la guía pastoral del Papa Juan Pablo II y que ha continuado su sucesor, el Papa Benedicto XVI, como pudimos constatar el verano pasado en Colonia (Alemania).
Mi primer encuentro con la figura y la palabra de Juan Pablo II tuvo lugar el año 1984. Con motivo del Jubileo de los jóvenes, último acto del Año Santo celebrado en Roma los días 11 al 15 de abril, nos dimos cita en la ciudad eterna unos 200.000 jóvenes. El lema de este Jubileo estaba tomado justamente de las palabras programáticas del inicio del Pontificado de Juan Pablo II: “Aperite portas Redemptoris”. La jubilosa procesión de jóvenes el Domingo de Ramos de aquel año, desde la Basílica de San Pablo Extramuros hasta la Plaza de San Pedro fue una manifestación de fe juvenil impresionante, y sin saberlo, estaba gestando en el corazón de nuestro Papa la iniciativa de la convocación de las JMJ a celebrar en su forma “binaria”: cada año en las diócesis (el Domingo de Ramos) y cada dos años en una Diócesis distinta de la Iglesia Universal. Al año siguiente se celebró la 1ª JMJ en Roma (1985) y allí acudí acompañado de jóvenes de nuestra Diócesis de Salamanca. Cada Jornada suponía la aventura de programar el viaje, preparar espiritualmente el itinerario de fe con los jóvenes, participar en el “baño de catolicidad” que suponía encontrarnos con jóvenes cristianos de diferentes nacionalidades, culturas y continentes. Y, en el horizonte, siempre la figura y la palabra del Buen Pastor encarnada por un Papa marcado por el “martirio” del atentado sufrido en su cuerpo el 13 de Mayo de 1981. Su palabra siempre encontró en el corazón de los jóvenes, acogida confiada y confirmación de la belleza y grandeza de la fe vivida, compartida y celebra en torno al Pastor Supremo de la Iglesia. Su figura y sus “gestos proféticos” en las grandes veladas, al caer de la tarde, bajo la luz de las velas encendidas son recuerdos que nos traen a la memoria la actitud orante del Papa, su “complicidad empática con el espíritu de los jóvenes” (desde la macro “ola” en la Vigilia de Tor Vergata en Roma, hasta sus “salidas espontáneas”: “El Papa también es joven”, “¡Gracias a Dios por el camino de las JMJ!” , “No tengáis miedo de caminar contracorriente!”, “¡Jóvenes, no tengáis miedo a ser santos!”.
Tras la 1ª JMJ celebrada en Roma vinieron otras (Buenos Aires, Santiago de Compostela Czestochowa, Denver, Manila, París, Roma y Toronto). En todas ellas vivímos la misma experiencia de catolicidad de la Iglesia, de comunión entre los jóvenes, de descubrimiento gozoso de la vocación a la vida religiosa en todas sus formas, al ministerio sacerdotal, a la vida en matrimonio. El Papa Juan Pablo II fue un Papa que escuchó y amó a los jóvenes pero también las generaciones de jóvenes de los 70, 80, 90 y dos mil quisieron al Papa y lloraron su muerte como la de un padre, como la de un amigo que como dice la copla “algo se muere en el alma cuando se va”. Para ilustrar esta última afirmación que acabo de hacer, permitid que os cuente un relato vivo y real. Cuando el año pasado el Papa estaba agonizando y el “sensus fidei” hizo emerger una “ola inmensa” de peregrinos, más de tres millones de peregrinos confluyeron en Roma, , un joven amigo de una parroquia de Salamanca sintió que tenía que ir a despedirse del Papa y , sin pensarlo dos veces, cogió el tren, estuvo un día entero para llegar a la ciudad eterna y se puso a “la cola” de los que quisieron dar el ultimo adiós a Juan Pablo II. Al día siguiente regresó a Salamanca, sin apenas haber comido, macilento y cansado del viaje. Cuando le pregunté por qué había hecho esta “peregrinación”, me contestó: yo siempre me ha había sentido invitado por el Papa a participar de las JMJ, pero nunca me había decido a ir, y en este momento he sentido la necesidad de ir a despedirme personalmente de este Papa que ha creído y querido tanto a los jóvenes. Tenía una deuda personal con él. Todos los que hemos amado y querido a Juan Pablo II tendremos siempre una deuda de gratitud con este Papa anciano que caminó siempre con ritmo y corazón de joven.
Juan José Calles Garzón,
Sacerdote diocesano.

lunes, 27 de marzo de 2006

El Evangelio del Domingo (Domingo IV de Cuaresma)


“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto”

“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Juan 3, 14-15). El Señor, en el diálogo con Nicodemo, presenta su muerte en la cruz como una exaltación. Necesitamos mirar a Cristo en la Cruz y creer en Él. Sólo así seremos salvados, recibiendo el don de la vida eterna.
Según relata el libro de los Números (21, 8-9), Moisés, por mandato de Dios, construyó una serpiente de bronce, alzándola en un mástil muy alto, para que los mordidos por las serpientes venenosas, que diezmaban al pueblo en el desierto, mirando a esa serpiente, quedasen curados. La serpiente de bronce es una prefiguración de Jesucristo, alzado en el mástil de la cruz.
En la proximidad de la celebración de la Pascua, la Cruz se nos presenta como un misterio de rescate, de redención universal (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 601). Como los israelitas en el desierto, también nosotros y, la humanidad entera – con la única excepción de Jesucristo y de su Madre, redimida desde el primer instante de su concepción - , hemos sido mordidos y esclavizados por el pecado, que ha herido nuestra naturaleza y emponzoñado con su veneno la convivencia humana.
Es precisamente en la Pasión y en la Muerte de Cristo donde el pecado manifiesta más claramente su violencia, su poder de destrucción y la multiplicidad de sus rostros: la incredulidad, el rechazo y la burla del Salvador, la debilidad de Pilato, la crueldad de los soldados, la traición de Judas, las negaciones de Pedro, el abandono de los discípulos (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1851). También hoy, el pecado parece enseñorearse del mundo y de nuestras vidas, porque Dios es rechazado y el hombre despreciado y pisoteado en su dignidad inviolable.
Jesucristo es alzado en la Cruz, asumiendo nuestro pecado, cargando con él, con la inmensa masa de culpa de los hombres, para rescatarnos de la muerte y darnos la vida: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo”, escribe el apóstol San Pablo en su Carta a los Efesios (2, 4-5).
La salvación brota de la cruz. De esa mirada a la cruz que es la mirada de la fe. El evangelista San Marcos deja constancia de esta mirada, cuando anota que el centurión que estaba en frente de Jesús “al ver cómo había expirado, dijo: - En verdad este hombre era Hijo de Dios” (Marcos, 15, 39).
Es la grandeza del amor de Dios, de su ira para con el pecado y de su misericordia para con los pecadores, la que mueve a creer. Como afirma el Concilio Vaticano II: “Nadie se libera del pecado por sí mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie se libera completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos necesitan a Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador” (Ad gentes, 8).
La Encarnación y la muerte de Cristo reflejan ese inconmensurable amor que no quiere que perezca ninguno, sino que todos tengan vida eterna. En la medida en que, contemplando la Cruz, nos abrimos por la fe al amor de Dios recibiremos la vida eterna: Dios vivirá en nosotros y nosotros en Dios.

Guillermo Juan Morado

La milicia habla


Un artillero, con estrellas en la solapa, ha cantado. La canción tiene desespero. El militar, además de rango, tiene poder en plaza; la de coordinar el Observatorio Nacional para la Protección de los Derechos Civiles del Personal Militar. La letra no tiene desperdicio alguno, por venir de quien viene y decir lo que dice. Participo al lector la sustanciosa marcha de palabras que seguramente ya conoce: “Los militares españoles se están viendo obligados a sustituir la “virtud” de la disciplina castrense por el “vicio” de la sumisión; debido, en gran medida, a la amenaza de ser trasladados constantemente o destituidos si no acatan las órdenes de sus superiores”. En principio, a mi me parece que el gesto de la sumisión no es nada malo y que hasta tiene su sentido. Claro está, a condición de que germine limpio el feudo, con la pureza que es menester, de que no se nos impongan cosas extrañas, a fin de liberarnos de maldades, descarríos y otros resabios aires.

Dicho lo anterior, me da la impresión que la milicia tiene ganas de poner las cosas en su sitio y cada cuestión en su lugar. Al parecer en la milicia se producen cambios caprichosamente e inoportunamente; sin ton ni son, que diría un castizo. El militar en cuestión, reconoce que el Estado puede cambiar lo que quiera en su estructuración de la Defensa, pero –apunta- que no puede hacerlo a costa de los derechos de las familias militares. Si esto es verdad, tiene toda la razón del mundo a trasladarnos la queja, entiendo que recogida por ese Observatorio de Derechos. Díganme, sino: ¿Es que los militares son de otra galaxia? Entonces, ¿cuál es el motivo por el que ha de negárseles el derecho a conciliar la vida familiar con su trabajo? Teniendo en cuenta que las Fuerzas Armadas es un concepto integrador que concierne tanto a los ciudadanos como a los poderes públicos, pienso que debiera fortalecerse la familia sana, el más importante bien social. No hay mayor fuerza que la familia armónica, y en esto, el Estado debiera ser ejemplar en cuanto a proteger y promover.

El militar responsable de la coordinación del Observatorio protector de derechos, nos advierte del grave desarraigo en la familia militar y habla de una desconexión entre lo militar y lo civil, perjudicial tanto para la imagen de la institución como para la adaptación de los militares y sus familias. Realmente cuesta entender que la cadena de mando operativo, o el mismísimo titular del Ministerio a quien le gusta tanto dejarse acompañar por la curia eclesiástica católica, pase de la familia y no sea más sensible a lo que es verdadero futuro de nuestra sociedad, puesto que es lo único que es promesa de plenitud humana, gestación del porvenir de vida y amor que todos queremos. ¿Dónde está la coherencia entre lo que se dice y se hace? Ya sabemos de las andadas de este gobierno en cuanto a preservar las raíces cristianas, pero lo que no podemos comprender es que algunos de sus integrantes a los que se les llena la boca de catolicismo, desarrollen políticas contrarias a la familia como sucede con la familia militar. Más aún, no sólo falta el justo apoyo a la familia, sino que se la ataca con medidas antifamiliares hasta eliminar las referencias al padre y a la madre, al esposo y esposa, equiparando las uniones de personas del mismo sexo con el matrimonio, o el llamado “divorcio express”, algo que es una verdadera manzana podrida.

Dice más el castrense. Algo tan gravísimo que me abruma y asombra. Cualquier puesta en duda de esta política (la de ZP), denunció, ha sido perseguida desde los mandos del Ejército de Tierra, a los que acusó de asignar “arbitrariamente” los destinos “haciendo uso abusivo de la libre designación”. Si que es difícil apreciar, con lo que dice el Mando del Observatorio, el supuesto de interés público para que la arbitrariedad tenga fundamento. Lo cierto es que nos da una sensación bochornosa, la de intereses partidistas. La consecuencia de todo ello, es que se ha producido una situación de indefensión generalizada entre los cuadros de mando – según el Observador militar- viéndose favorecido el nepotismo y la sumisión, defectos contrarios a la disciplina de las Fuerzas Armadas, pues “no busca una disciplina que aúne y haga más eficaz la función de las Fuerzas Armadas, sino una sumisión basada en el miedo a la movilidad y a la destitución”. Hace mal, muy mal, el poder político si destierra de su hoja de ruta, tan de moda hoy, el obligado respeto a los derechos fundamentales de la persona humana, sea militar o civil.

Es verdad que cuando la sumisión se envicia, es despreciable; y, por ende, la virtud de la disciplina, o sea, la instrucción de una persona especialmente en lo moral, también se contamina. Alguien debiera frenar lo que daña. Para eso están, me imagino, los Observatorios que se crean, para rectificar lo que se corrompe. Si el origen y la meta de la política están en la justicia, las actuaciones arbitrarias deberían ser las mínimas. La esfera de la política pertenece a la de la razón autoresponsable, algo de lo que carecen determinados políticos que toman la discrecionalidad como un continuo de sus actos. La virtud de la disciplina es otra cosa, llega por el camino de la conciencia y de la responsabilidad personal, tiene una argumentación racional que hace despertar otras fuerzas más poéticas y menos políticas. Esto si que une, la transparencia de hacer patria. Bajo este clima de nitidez, aclarada la tormenta de arbitrariedades, el acatamiento y la subordinación llegan por si solas.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net
- Escritor-