martes, 31 de octubre de 2006

La pregunta por la muerte

La muerte es la experiencia más universal de nuestra vida, en realidad absolutamente universal, y, sin embargo, siempre nos tenemos que referir a ella de oídas. Hablamos de la muerte de otros. Esos otros nos son tan queridos, por lo general, que sentimos su ausencia como una ruptura difícil de curar. Porque ésta es de verdad la muerte que nos duele, la que nos toca de cerca, la que destroza los amores que nos sostienen en la vida.
Se dice que nuestra sociedad no quiere mirar a la muerte como una realidad cierta, que la evita en todo momento. Pero yo no lo creo así. La muerte está presente como noticia por todos lados. Si la muerte es en paz, la noticia la pagan tus familiares. Si la muerte es extraordinaria, por violenta o masiva, tu muerte se convierte en noticia. La muerte está presente por doquier. Banalizada, quizá. La novela, el teatro, el cine y los informativos componen sus argumentos en torno a la muerte. Es una muerte figurada o lejana, cierto, pero es la evidencia de que la vida de todos, la vida en cuanto tal, tiene un límite que resulta insuperable. Creo que la vida te muestra la muerte de continuo, si bien lo intenta como juego en la ficción, o como un desastre natural en la lejanía.
Esta aparición de la muerte, por lo general, entre la ficción y la lejanía, hace que durante muchos años nosotros la vivamos como algo distante. En realidad, la muerte es un hecho que nos planteamos como amenaza personal a partir de nuestra madurez. Tras la adolescencia, apenas hablamos ya de la muerte con el espíritu del filósofo, (¿por qué?), sino más bien con el lenguaje del analista (¿cómo fue?). Es en la madurez, ese ³largo² periodo que nos lleva hasta la vejez, cuando nos preguntamos de nuevo por qué la muerte y por qué la muerte de los nuestros, y, sobre todo, por qué la muerte tras larga y dolorosa enfermedad y por qué la muerte de los jóvenes y niños. Esto nos trae de cabeza.
Se dice que la secularización de nuestra sociedad, es decir, la conquista de la mayoría de edad en todos los órdenes de la vida, todavía respeta la experiencia y la celebración de la muerte como un ámbito de las religiones. Yo, sin embargo, defiendo que se puede vivir la secularización sin agostar todos los rincones de la inteligencia y el corazón humanos. Ya nadie se plantea su muerte religiosamente por temor a Dios, sino por amor a Dios, los más firmes en su fe, y por esperanza en que el amor sea la huella de Dios en el mundo y, por ende, semilla de Vida, todos los demás. Cada vez estoy más convencido de que vivir abierto y confiado a esta posibilidad de Algo o Alguien que lo acoja todo y a todos en su Amor, es dignísimo para el ser humano. Y cada vez estoy más seguro de que ninguna libertad o solidaridad sufre merma alguna en esta apuesta. Al contrario, doy fe de que la confianza en el amor genera amor. Su acogida íntima, sin embargo, siempre es un acto de libertad.
José Ignacio Calleja
Profesor de Moral Social Cristiana
Vitoria-Gasteiz

lunes, 30 de octubre de 2006

¿Beneplácito ante los símbolos religiosos o prohibición?

Hay un hecho verídico. Cada vez que la globalización no respeta la identidad propia y cultura de los pueblos, se avivan los conflictos. En este sentido, los visibles símbolos religiosos, también forman parte de esa credencial a la que debemos dar más beneplácito que prohibiciones. Son puntos de referencia inherentes a la espiritualidad de las personas. Téngase en cuenta, además, que cuanto más se prohíbe, más se acrecienta el deseo. Se podrán obstruir las puertas de la libertad, constreñir voluntades, pero hay ventanas en el fondo del alma que nadie puede abrirlas ni cerrarlas. En toda vida, hay una realidad sensible que conviene respetar. Todos nos movemos a través de signos y símbolos, mediante lenguajes, lenguas y habla. Lo mismo sucede con la religiosidad, en relación con el ser supremo, al ser humano hay que considerarlo en su creencia y quererlo como tal.

El uso del velo islámico o del crucifico en los cristianos, aquel que no quiera no tiene porque rendirle honores, pero creo que si debemos ser tolerantes con aquellas gentes que lo llevan. Significa mucho para ellos. Para unos, los símbolos serán signos de la Alianza, signos asumidos por Cristo o los profetas, signos sacramentales purificadores e integradores. Para otros, sin embargo, los símbolos nada la estimulan. Todos ellos, o sea la humanidad entera; aunque se disienta, pienso que ha de ser flexible a la autonomía de la decisión. En cualquier caso, no le corresponde a ningún poder humano decidir por nosotros, ni señalarnos la vida que hemos de tomar. Si le incumbe, no obstante, garantizar libertades ideológicas, religiosas y de culto, sin otra limitación en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público.

Los gobiernos europeos tendrán que mantener la mente abierta a las religiones y a todos sus símbolos y signos. Prohibirlos por ley sería nefasto. Hacerse el sordo a todas estas muestras espirituales, relegando la religiosidad a un segundo plano, conlleva dificultades de entendimiento por propio raciocinio, cuestión que genera efectos negativos, en términos armónicos, sobre los aspectos de la realidad globalizada. En el universo todo tiene su presencia y su presente: lo visible y lo invisible, lo poético y lo prosaico, lo cósmico y lo histórico. Estoy seguro que el conocimiento de la simbología de las religiones puede ser una pieza clave para ayudarnos a profundizar en los deberes que llevan consigo los preceptos gloriosos; que, al fin y al cabo, no es otro que el amor en su más puro verso.

A cambio de esta absurda retirada de símbolos religiosos, sean de una creencia u otra, es un contrasentido que se nos proponga como devocionario de gozos, rayando la imposición en ocasiones, un consumo feroz y emplearse a fondo en la lucha por el poder y el dominio al precio que sea ¿Habrá fanatismo mayor? La nueva faz de Europa transformada por los flujos migratorios, deberá ser más comprensiva con aquellos que simbolicen su religión y más respetuosa con aquellas gentes que planteen las constantes preguntas de todos los tiempos, las cuestiones de fondo sobre los interrogantes acerca del Creador, la salvación, la esperanza, la vida; en definitiva, sobre todo lo que éticamente tiene un valor que nos humaniza.

Subrayo el beneplácito ante los símbolos religiosos. Y respaldo, lo de prohibido prohibir, en cuanto a la simbología religiosa. Las heridas del alma son las que más duelen. Debiera ser primera ley de urbanidad, la del acatamiento respecto a la conciencia y a las convicciones. A propósito, recuerdo unas palabras de Rowan Williams, arzobispo de Canterbury y cabeza de la Iglesia anglicana, verdaderamente concluyentes: “El ideal de una sociedad sin ningún signo visible de religión, sin cruces al cuello ni largos rizos (judíos ortodoxos) o turbantes (sijs) o velos (islámicos) es políticamente peligroso”. Estas declaraciones nos recuerdan que todo ser humano es por naturaleza religioso. La historia nos dice que siempre ha sentido la curiosidad de acercarse al Creador, conocer sus designios y proyectos. Las religiones todas son caminos de acceso a ese descubrir y todas, cuando lo son en verdad puras, también son como ese horizonte de amor a conquistar.

Esta pluralidad de religiones ha de llevarnos a reconocer un pluralismo religioso en el que se aprenda a convivir con toda esta grafía. Es una buena manera de erradicar de nuestra Europa la discriminación o antisemitismo por motivos étnico-religiosos, e indirectamente los conflictos religiosos que puedan despuntar. Sería un disparate, pues, desterrar los símbolos religiosos como pudiera ser obstaculizar la efervescente religiosidad popular católica que actualmente vive el pueblo español, donde una gran variedad y riqueza de expresiones corpóreas, gestuales y alegóricas se abrazan. En consecuencia, estimo, que nada cuesta tener una actitud positiva de apertura a la simbología religiosa para lo mucho que se pone en juego, la paz en el mundo. A mi juicio, tan peligroso es el trastorno patológico de la religión como el desprecio a los signos religiosos; en la primera, lo que está enfermo es la mente; en la segunda, la sociedad. Los sistemas ateos de la modernidad, la forma de vida que algunos nos presentan, constituyen aterradores ejemplos de ello. Cuando se lanzan piedras contra los símbolos y las tradiciones religiosas más puras y profundas, quedan a la intemperie valores como puede ser el mismísimo derecho a la libertad personal.


Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

¿Qué es lo que Dios quiere de mí?

Hace poco le escribí a mi amigo argentino, Horacio Mantilla. Le hice la pregunta que nos hacemos a diario. Me agradó tanto su respuesta que decidí compartirla contigo.
¿Qué es lo que Dios quiere de mí?
Menuda pregunta, fácil de responder en el corazón y difícil de poner en práctica, porque no estamos totalmente decididos a jugarnos por Él.
La vida es una constante lucha entre lo que quiero ser y lo que soy, ya lo dijo San Pablo:
"Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí". (Rm 7, 19-20)
Quiero ser buen hijo, padre y compañero; quiero ser buen cristiano y como me baso en mis pocas fuerzas, todo se va por un agujero. ¿Por qué? Porque no dejo que Dios actúe en mi vida.
¿Qué nos falta?
Confiar en su Palabra, plenamente.
Cuando nos dejamos llevar por su mano cariñosa, y hacemos lo que Él nos pide, aunque las cosas no salgan como quisiéramos, la vida se tranforma a nuestro alrededor y cobra sentido. Entonces comprendemos que el motivo no está en nosotros, sino en el plan que Dios tiene para nosotros.
¿Qué quiere Dios de mí?
Es la pregunta que define mi vocación, que delinea mi vida, que me hace feliz o infeliz, dependiendo de la opción que asuma.
¿Qué quiere Dios de mí?
Que reconozca mi error y crea en su Misericordia; que empiece una y mil veces de nuevo. Porque lo más importante no es caer sino levantarse y seguir hacia adelante. Ya lo dijo un sacerdote: “Santo no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta”.
¿Y si lo que hago está dando sus frutos y no los veo?, ¿qué quiere Dios de mí?
Que no me acongoje por ello, ya que los frutos se verán al tiempo de la cosecha.
Cuando el labrador siembra el trigo no se pregunta si el grano está sufriendo en su proceso transformador, más bien está atento a cada etapa del crecimiento, para aportar aquello que esté faltando.
¿Qué quiere Dios de mí?
Que no me preocupe por la cizaña que está en el sembradío.
¿Que quiere Dios de mí?
Que sepa alabarle, y amarlo; que no le olvide arrumbado en el Sagrario, que lo comparta con todos aquellos que conozco o no; que hable con mi vida de lo bueno y maravilloso que Él es conmigo, de cómo me protege, me consiente, me instruye, me guía... y de cómo reclama mi amor, su Amor.
¿Que quiere Dios de mí?
Que sea su hijo.
Que tenga fe.
Que no pierda la esperanza.
Que confíe en Él.
Que lo soporte todo con paciencia, templanza y fortaleza.
Que tenga misericordia.
Que lo ofrezca todo por su Amor.
Que luche por ideales, y valores que parecen olvidados.
Que sea un reflejo suyo, en la vida... en mi vida, de todos los días.
Y que lo lleve a los demás.

Por: Claudio de Castro