sábado, 3 de junio de 2006

“El fruto del Espíritu” Solemnidad de Pentecostés

Uno de los significados de la palabra “espíritu” es ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo. Cuando nos falta el “espíritu” nos sentimos languidecer. No solamente puede debilitarse el cuerpo - por ejemplo, en la enfermedad -, sino que también el “espíritu” puede abatirse.

Aunque mejoremos nuestras condiciones de vida – la vivienda, el bienestar material, la comodidad –, si nuestro espíritu no está fuerte, entonces no encontraremos la felicidad. Incluso teniéndolo todo, nos parecerá que las cosas, y que la misma existencia, no merecen demasiado la pena.

El “espíritu” es también un modo de denominar nuestra alma. Los hombres somos seres “espirituales”, dotados de “espíritu”; es decir, llamados a un fin sobrenatural, destinados, desde la creación, a ser elevados, por pura gracia, a la comunión con Dios (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 367).

La solemnidad de Pentecostés nos recuerda que la fuerza y la energía interior nos viene de Dios, y que la realización de esa capacidad de nuestra alma de ser elevada al plano de lo divino es también una obra de Dios, del Espíritu de Dios.

Dios, que nos ha creado, ha querido comunicarse a nosotros para salvarnos. Esta comunicación de Dios a los hombres ha tenido lugar por el envío de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que, con su Pascua, nos ha redimido, rescatándonos del pecado y de la muerte y haciéndonos partícipes, por la resurrección, de su vida nueva. Pero la obra de Jesucristo es inseparable del envío del Espíritu Santo.

Dios no solamente ha querido morar entre nosotros por la Encarnación de su Hijo, sino que ha querido también habitar dentro de nosotros, por la efusión de su Espíritu. El Espíritu Santo es lo más íntimo de Dios, porque Dios es, en su esencia, amor y el Espíritu Santo es, en el seno de la Trinidad, el amor personal de Dios, el amor en persona, la persona que es el amor (cf Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 10). El Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo y, queriendo Dios dárnoslo todo, no sólo nos ha enviado a su Hijo, sino que ha hecho de su amor personal un don, el don del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo derraman en nuestros corazones.

Por la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, “la Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y por fin quedó prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por la Iglesia de la Nueva Alianza, que en todas las lenguas se expresa, las entiende y abraza en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel.” (Ad gentes, 4).

El Espíritu Santo es la fuerza de Dios que nos permite amar como Dios ama, con ese amor hasta el extremo que se simboliza en el Sagrado Corazón de Jesús. El Espíritu Santo, la Persona-amor, infunde en nuestros corazones la caridad, que es el principio de la vida nueva, y que fructifica en las obras nuevas y en los frutos nuevos del amor, la alegría, la paz, la comprensión, la servicialidad, la bondad, la lealtad, la amabilidad, y el dominio de sí (cf Gálatas 5, 16-25).

Es el “Espíritu de la Verdad” que nos guiará hasta la verdad plena (cf Juan 16, 13), pues Él concede la luz a los sucesores de los Apóstoles para que anuncien la verdad entera del Evangelio de Cristo, enseñando a todas las gentes, y nos concede a nosotros el gusto de aceptar y creer la verdad (cf Dei Verbum, 5).

Robustecidos por el Espíritu Santo, nuestro espíritu se llenará de coraje, de valentía, para testimoniar a Cristo en medio del mundo. Y nuestra alma, elevada por el Espíritu Santo a la comunión con la Trinidad Santísima, vivirá en la fe, en la esperanza y en el amor, alentando en nuestras vidas las obras nuevas de los hijos de Dios.


Guillermo Juan Morado.

viernes, 2 de junio de 2006

Aquí vive la marimorena


La explosión de estridencias ha tomado el curso de nuestras vidas sin pedir permiso a la vida que queremos vivir. Tanto afanarnos por el progreso para despojarnos del silencio. El jaleo en la calle ya no respeta ni las horas de sueño, ni los dobles acristalamientos, nada de nada. Desde que se dejó de trabajar buscando a Dios en el silencio, la olla de grillos se ha destapado, ha cogido más fuerza, y cada cual lanza su jaleo, con su gresca motivada. El alboroto está servido y nos lo sirven a chasquido vivo. Aquí vive la marimorena, porque somos la era del ruido y pocas nueces. Las ciudades se llevan la palma y el palmarés. Pienso, pues, que va a ser muy difícil, por más que el Ministerio de Medio Ambiente corteje a los distintos Consejeros de las Comunidades Autónomas, poner tranquilidad en el guirigay, aunque la esperanza es lo último que se pierde.
La marimorena está de un subido imparable. Le importa un rábano que nos quedemos sordos. Da igual que le digamos que sus andares nos golpean el tímpano, que su estela de contaminación acústica nos manda al otro barrio y que ya no podemos aguantar esta herrería como vecindad. Al parecer, es el peaje que debemos de pagar por formar parte de los países industrializados. Para empezar, resulta chocante la contradicción entre la belleza injertada por el universo y la siembra de contaminantes en la que el ser humano es un productor de primera. Por muy prosaicos que seamos, no podemos aceptar ser juguetes de un progreso destructivo y reductor de calidad de vida. Esta situación provoca una cantinela de inestabilidad e inseguridad que a su vez favorece corrientes poco limpias; donde el acaparamiento, el capricho y la prevaricación campean a sus anchas.
Ante el extendido deterioro ambiental sólo cabe la concienciación ecológica, algo que tenemos olvidado en el baúl de los recuerdos, a raíz de alejarnos del horizonte de la moralidad. Por ello, veo muy positivo, que para hacer frente a los perjuicios causados por la rueca de ciscos contaminantes, el Ministerio de Medio Ambiente de luz a un Reglamento sobre el Ruido que va más allá de la transposición de la Directiva Comunitaria 2002/49/CE. Es hora, desde luego que sí, de abordar un tratamiento generalizado de la contaminación acústica, con especial atención a la actuación preventiva, la planificación acústica en la ordenación territorial y la incorporación de los conceptos de evaluación y gestión del ruido ambiental. Si la norma se lleva a rajatabla, como es de justicia, quizás estas preguntas que hoy están en el aire, puedan contestarse. Yo las dejo, a su consideración: ¿Cómo puede permitirse todavía que el desarrollo acelerado se vuelva contra el hombre? ¿Cómo prevenir las destrucciones al medio ambiente que amenazan con destruir la vida? Y, además: ¿Cómo solucionar los efectos negativos que ya se han producido?
Ciertamente, subrayo, que se precisan con urgencia espacios de vida donde los silencios ganen la batalla a los ruidos, a los contaminantes y a los contaminadores; porque, no nos confundamos, el bienestar humano está profundamente marcado por su hábitat. Los modelos consumistas de la marimorena se tragan todos los recursos naturales. Propongo, en consecuencia, que los mapas del ruido capten su endiosamiento, apliquen los reglamentos sin titubeos, caiga quien caiga como dice un programa de la tele.
Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

jueves, 1 de junio de 2006

Preguntas sobre Jesús

Juan CHAPA (ed.), “50 preguntas sobre Jesús”, Rialp, Madrid 2006, 170 páginas, 9 euros (ISBN 84-321-3595-X)

Los mismos evangelios hacen constar que la figura de Jesús provocaba interrogantes entre quienes lo escuchaban u oían hablar de él: “¿Quién es éste?” (Mateo 21, 20). Las preguntas sobre Jesús han acompañado el itinerario de la historia del cristianismo desde los orígenes, y siguen formulándose hoy. No solamente los expertos, sino el público en general, se siente atraído por la historia de Jesús y del cristianismo primitivo. En este momento son muchas las personas que han oído hablar de los manuscritos de Qumrán, de los códices de Nag-Hammadi o de los numerosos evangelios apócrifos. ¿Suponen estos hallazgos fuentes alternativas de conocimiento que nos permitirán acceder a la “verdadera” historia de Jesús? ¿Hay discontinuidad entre lo que las fuentes históricas enseñan sobre el Rabí de Nazaret y lo que la Iglesia predica sobre Jesucristo, el Señor? Si un rasgo define nuestra época es la problematización de la verdad: ¿Existe la verdad? ¿Es posible conocerla? Si nada, al final, es verdad, entonces todo puede serlo; todo puede aparecer revestido del ropaje de lo verosímil. La sospecha ante la verdad y el relativismo crédulo se dan, finalmente, la mano.

Un grupo de profesores del Departamento de Sagrada Escritura de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, dirigidos por Juan Chapa, han recogido en un pequeño volumen “50 preguntas sobre Jesús”. Un recorrido sumario por el índice de la obra nos permite comprobar la índole de estas preguntas. Algunas de ellas versan sobre lo que podemos conocer históricamente sobre Jesús: ¿Qué se sabe realmente de Jesús? o ¿cuál es la situación actual de la investigación histórica sobre Jesús? Se pasa revista a cuestiones que tienen que ver con el nacimiento y la infancia de Jesucristo; con el vínculo existente entre Juan Bautista y Jesús; así como sobre la relación de Jesús con diversos grupos religiosos y políticos de su entorno: los fariseos, los saduceos, los esenios o los zelotes. Los milagros de Jesús, las mujeres que lo acompañaron – entre ellas, María Magdalena - , el acontecimiento de su muerte, el anuncio de la resurrección, son otros tantos temas que suscitan curiosidad. También se incluyen en el libro preguntas acerca del origen de la Iglesia y sobre la transmisión y fijación por escrito – en los textos “canónicos” – de la tradición cristiana; comparando los datos disponibles en esos textos con los que aparecen en los escritos “apócrifos”.

Cada una de las preguntas es objeto de una respuesta documentada y breve – no más de tres o cuatro páginas – . Una selecta bibliografía final permite al lector la posibilidad de completar por su cuenta la búsqueda de información. Los títulos que conforman el elenco bibliográfico – casi todos ellos en español – corresponden a trabajos de autores serios y solventes.

No queda más que recomendar la lectura del libro, que no aportará conocimientos nuevos a los especialistas, pero sí una síntesis útil para el público en general y un material de apoyo válido para clases, charlas o conferencias de divulgación. Éste y otros libros aparecidos recientemente nos permiten constatar el surgimiento de un nuevo tipo de apologética –entendida como diálogo sobre los fundamentos históricos de la fe - , que puede ser de gran interés tanto para los creyentes como para los no creyentes.


Guillermo Juan Morado

lunes, 29 de mayo de 2006

Los necios de hoy


El parque del Retiro de Madrid, por sí mismo, ya es un jardín de historias literarias; que, ahora, durante unos días, se engalana de libros en busca de miradas penetrantes. La feria está servida, con dedicación especial a la ciencia. El motivo tiene fundamento, el centenario de la entrega del Nobel a Ramón y Cajal. Su sabiduría bien pudiéramos ponerla en práctica. Seguramente no andaríamos tan perdidos. Ya, en su tiempo, dijo verdades como templos. Me quedo con este pensamiento: se conocen infinitas clases de necios; la más deplorable es la de los parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento. La necedad ha adquirido un valor tan en alza en el momento actual que, no son pocas las personas que consideran al dinero la gran fuerza invencible, el Dios vivo, del que esperan comprar hasta la muerte.

Los necios de hoy suelen vivir a tope, a lo loco. Ramón y Cajal, decía todo lo contrario: el arte de vivir mucho es resignarse a vivir poco a poco. No hay tiempo para la meditación. La muerte que se encuentra en la contraportada del libro de nuestra propia vida, apenas la hemos reflexionado. Resultaría benéfico que lo hiciésemos. Relativiza muchas realidades secundarias a las que, por desgracia, en la realidad presente hemos atribuido un carácter absoluto, como la riqueza, el éxito, el poder... Volviendo a las raíces, un sabio del Antiguo Testamento, el Sirácida, lo advierte de esta manera: “en todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado”. Para comprender esto, sin duda, nos hace falta otra sabiduría que nos aleje del engaño, enfermedad extendida como nunca. Esto se cura con pensadores inmaculados, amantes del bien, y con pensamientos inteligentes.

Los parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento, son una casta. Como sabe el lector, Zapatero puso de moda esta estirpe – es su rey y señor- haciendo un juego de palabras. ¿Se acuerdan de lo del talante y el talento? Pues nada de nada. Nuestro nivel de competitividad, idoneidad y tino, con la más bien irrealidad europea, suele ser de una torpeza manifiesta. La imbecilidad, subida a los altares sobre todo por la mediocre clase política, es tan notoria, que los traficantes de personas y las mafias, ven en España como el país más fácil de Europa para desarrollar su actividad delictiva. También se han perdido todos los estilos, los buenos modos y modales de poner las cosas en su sitio, con el temperamento, la visión táctica posible y el temple adecuado. Claro esto lo da otro tipo de pericia y sapiencia, que no el borreguismo actual, que para poner orden suele insultar con el veneno de la mentira. Lo peor no es cometer un error, -como decía Ramón y Cajal-, sino tratar de justificarlo, en vez de aprovecharlo como aviso providencial de nuestra ligereza o ignorancia.

El sabio puede sentarse en un hormiguero, pero sólo el necio se queda sentado en él. Algo parecido nos pasa. Lo de vivir circunspectamente, no como vacíos, sino como lúcidos, ha decrecido como la familia en España, donde lo único que aumenta es la proporción de nacimientos fuera del matrimonio. Una consecuencia evidente si se tiene en cuenta que, entre los países de la Unión Europea, nuestro gobierno es uno de los que menos gasta en ayudar a las familias. Todo necio confunde valor y precio, y en ello, estamos. La confusión ha actuado como un verdadero cáncer en instituciones que son primera célula viva. Así, la vida familiar corre un especial riesgo en el mundo actual y, para salvaguardarla, las parejas deben superar pruebas que no son fáciles, puesto que caminan a contracorriente de una cultura imperante que divorcia más que une. Esto exige paciencia, esfuerzo, sacrificio y una búsqueda incesante de mutuo entendimiento. Todo lo contrario a ese mundo de necios que bailan al son que les marcan algunos poderes.

Tal y como están en venta por metro cuadrado la legión de mentecatos, fantoches y demás botarates con andar de ganso, me satisface que la ciencia ponga su alma en la feria del libro de la capital del reino. Algo quedará en el aire. Al carro de la cultura española –don Santiago Ramón y Cajal- todavía le sigue faltando la rueda de la auténtica ciencia para poder caminar con sentido común. Cuesta pensar que se gasten energías en contrariedades que son deducción de vida, como puede ser la de argumentar que el suicidio asistido o eutanasia es necesario para tratar el sufrimiento de una enfermedad Terminal. La cuestión es tan grave y necia que la eutanasia podría convertirse en parte de la normal gama de servicios, llegando a cambiar la naturaleza de la medicina. Ya se sabe que la ignorancia es muy atrevida y, en consecuencia, la maldita necedad es la madre de todos los males.

En cualquier caso, se me ocurre, que frente a la irrespirable atmósfera existente, propiciada por el aluvión de necedades; llevarse un libro a los labios sigue siendo la mejor manera de volar, en plan barato, para huir del mundo de los necios y rehabilitar las propias habitaciones interiores, cada cual con su cada uno, tan castigadas como cargadas de sufrimientos. El talento y el cariz del talante no son de boquilla. No se enseña con palabras, sino con actos. Ponerlo en práctica sería lo suyo. Nos hace falta esta enseñanza, la de la autenticidad y el ingenio. Quizás los pocos sabios que la mediocridad nos dona, debieran tomar posesión de gobierno, pues como dijo Epicteto de Frigia, un filósofo grecolatino, es un delito renunciar a ser útil a los necesitados y una cobardía ceder el paso a los indignos. Precisamos dignificar la vida, yo diría que con urgencia, antes de que se nos vaya de las manos. Los sabios a las tribunas, por favor.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

domingo, 28 de mayo de 2006

“Ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”

La solemnidad de la Ascensión del Señor se sitúa en la dinámica de la Pascua, del paso o éxodo de Cristo de este mundo al Padre. Jesucristo, vencedor de la muerte, entra para siempre con su humanidad glorificada en la esfera de Dios; en ese ámbito divino simbolizado en la Escritura por la nube y por el cielo (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 659).

El movimiento del ascenso, de la subida, nos hace pensar en el descenso, en la Encarnación: el que vuelve al Padre es el que salió del Padre (cf Juan 16, 28). Entre la salida primera y el retorno hay una diferencia. Cristo “sale” del Padre para, sin dejar de ser Dios, hacerse hombre, verdaderamente hombre, semejante a los hombres en todo, menos en el pecado. Como canta la liturgia: “Sin dejar de ser lo que era ha asumido lo que no era” (Antífona al “Benedictus” en la Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios). Pero este “hacerse hombre” no es un acontecimiento pasajero, como si el Hijo de Dios se revistiese de un modo puramente externo de la condición humana. No, la Encarnación es un acontecimiento definitivo, irreversible. Para siempre, el que era sólo Dios es también hombre. Por su Ascensión, un hombre, uno de los nuestros, con un cuerpo como el nuestro, ha entrado para siempre en Dios.

Si la Encarnación supone la máxima cercanía de Dios a los hombres, la Ascensión supone la máxima cercanía de la humanidad y del mundo a Dios. El camino hacia Dios, el itinerario que marca para el hombre la meta definitiva, no es un camino cerrado, un callejón sin salida, un esfuerzo imposible. Es una realidad; es un camino ya transitado. El “territorio de Dios” no está vedado; la frontera se ha alzado para siempre: “Dios está abierto respecto del hombre” (J. Ratzinger, Escatología, Barcelona 1992, 134).

Todo esto no carece de consecuencias para nosotros. Por la Ascensión, la naturaleza humana ha sido “extraordinariamente enaltecida”, hasta el punto de participar de la misma gloria de Dios (Oración después de la comunión de la Solemnidad de la Ascensión). Nadie, salvo Dios, puede exaltar de tal modo la condición humana, elevarla a la dignidad suprema de lo divino. Se equivocan quienes ven en Dios a un rival o a un enemigo del hombre. Se equivocan quienes ven en el cristianismo un adversario de lo humano. La Iglesia sabe que el camino hacia Dios, trazado por el mismo Cristo, es el hombre. Y de esta certeza brota un compromiso irrenunciable: el de no abandonar al hombre, a cada hombre, en su realidad singular (cf Juan Pablo II, Redemptor hominis, 14). Nada es más humano que mirar al cielo; nada humaniza más que recordar que el cielo es el destino del hombre.

Una segunda consecuencia atañe al mismo ser de la Iglesia. Contemplando a Cristo en su Ascensión, la Iglesia contempla la victoria de Aquel que es su Cabeza, y “donde nos ha precedido Él [...] esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo” (Oración colecta de la Solemnidad de la Ascensión del Señor). La esperanza define el caminar de la Iglesia; ella “espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria” (Lumen gentium, 5). Esta esperanza de la Iglesia se convierte en una luz para el mundo, pues “el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 10). La Ascensión de Cristo nos lleva, pues, a vivir la esperanza y a testimoniar “la esperanza que no falla” (Romanos 5, 5); también en medio de las pruebas y de las tribulaciones.

Para cada uno de nosotros, la Solemnidad de la Ascensión supone una invitación a elevar nuestro espíritu a los bienes del cielo (cf Oración sobre las ofrendas de la Solemnidad de la Ascensión). Como decía el apóstol San Pablo: “si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra” (Colosenses 3, 1-2). El Bautismo nos eleva, nos cambia de nivel, nos hace ciudadanos del cielo. Buscar “las cosas de arriba” es buscar a Dios; es buscar a Cristo; es permitir que Él llene todos los horizontes de nuestra existencia. Todo adquiere así su verdadero valor, su auténtico puesto.

El cielo que se abre por la Ascensión del Señor no se desentiende de la tierra. El cielo viene a la tierra, y la tierra se convierte en un anticipo del cielo, en la Eucaristía. Ahí, en ese admirable misterio, está Cristo. Ahí está el cielo; ahí se nos da la prenda de la gloria futura.


Guillermo Juan Morado.