miércoles, 12 de septiembre de 2007

El MUSEO DEL HOLOCAUSTO DE JERUSALÉN: LECCIÓN TRONCAL PARA EL MUNDO


Premiar la ejemplaridad, aparte de ser un acto de justicia es también un modo de hacer camino. En realidad, la vida, que es un colador que clarifica, se mueve bajo ese trayecto de memoria purgante, de conciencia colectiva. El Museo del Holocausto de Jerusalén, recuerdo vivo de una gran tragedia histórica, ha vuelto a ser rememorada y conciliadora estampa, una vez ya depuradas todas las bilis de hostilidad, racismo e intolerancia, y merced al Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2007 y al valor de Angela Merkel que lo ha presentado como lección troncal, disciplina a transmitir a las generaciones presentes, y a las futuras del futuro.

El Museo del Holocausto de Jerusalén es una ventana a la meditación que viene muy bien para estos tiempos en los que el caminante, o sea el hombre, a veces no se le considera el camino primero, que no es otro, que el de la salvaguardia y promoción de la dignidad de la persona y de sus derechos, en todas las etapas de su vida y en toda circunstancia política, social, económica o cultural. Todavía hoy se puede verificar el abismo que existe entre “los andares” reconocidos a nivel internacional en numerosos documentos, y “el andar” obligado, sin libertad ninguna. Por desgracia, son innumerables las personas, cuyos derechos son despreciados cruelmente. Este premio viene a refrendar la letra y el espíritu de los derechos humanos, o sea, “los andares” de la igual dignidad de toda persona.

La memoria de los seis millones de judíos víctimas del Holocausto nos deja sin palabras. El silencio nos evoca una riada de llantos. El respeto a la vida no tiene precio. Es bueno recordar, claro que sí, sobre todo para que se desgasten los males y el bien pueda respirar un poco más cada día. El ejercicio de la evocación, no debe ir vestido de venganza o como una bufanda de odio que nos ponemos por montera. Sólo un camino en paz, con sombras de justicia para todos, puede evitar que se repitan los tropiezos, las zancadillas, los terribles golpes de muerte.

El planeta no está en horas bajas por las víboras vestidas de personas, sino por aquellos lagartos de pajarita que permiten la maldad. De entrada, el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación español se ha apresurado a ratificar que confía en que este galardón permita difundir en España y en el mundo la labor extraordinaria de esta institución, (Yad Vashem-Autoridad para la Memoria de los Mártires y Héroes del Holocausto), que ha sabido conferir a la memoria y a la enseñanza del Holocausto de una gran fuerza moral sobre la que sustentar la inalienable dignidad del ser humano, con independencia de su origen o condición. Sin duda, la resonancia de este prestigioso premio a la Concordia, nos hará sentir un poco más humanos ante la advertencia que nos llega de las víctimas del Holocausto y de su cruel testimonio. Toda una lección para el tiempo presente, con sus capítulos vitales: Que todo ser humano pueda vivir porque el bien común gobierna, seguir la voz de su conciencia, adherirse a la religión que elija…; en suma, que no tenga miedo a la sociedad a la que pertenece porque la sociedad le protege.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

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domingo, 9 de septiembre de 2007

El reto de la educación: una responsabilidad colectiva


A punto de comenzar un nuevo curso escolar, la irresponsabilidad de algunos sectores del aprendizaje es manifiesta, aunque bien es verdad que el grado de ineptitud varía de unas comunidades autónomas a otras y, también, de unas provincias a otras; una enseñanza que está en manos de muchos, que pende de lo que se instruye en el aula, pero también en los hogares y en la propia calle. En consecuencia, el reto de la educación es una responsabilidad colectiva. Pienso que la poderosa influencia que ejercen los diversos contextos familiares, territoriales y sociales, debe obligarnos a centrarnos en propuestas educativas de acción conjunta, lejos de propuestas políticas de acción divergente o de idearios que ni los comparte la propia estirpe. No se puede ofrecer un servicio cualificado en desunión y en desajuste con las familias, nos hace falta su implicación total, así como la garantía del Estado hacia colectivos más vulnerables para mejorar su formación y prevenir el grave riesgo de exclusión social, tan crecido en esta sociedad elitista a más no poder y jerarquizada como nunca.

En esa responsabilidad colectiva emerge una sociedad desencantada, que no acaba de encontrar sitio, que lo basa todo en el sistema productivo de unos resultados que nos deshumanizan totalmente, rehusando valores inherentes a la persona que, por desgracia, no están de moda ni venden. Fruto de esa fe ciega en producir para tener más cosas, emerge una sensación de soledad y de vacío interior. Nuestros escolares, que directamente o indirectamente sufren esta esclavitud, no son ajenos y sus miradas suelen respirar amarguras impropias de la edad, actitudes de desconfianza y rechazo, de violencia e incomprensión. En la mayoría de las veces, los padres, ni se enteran o no quieren enterarse; el seguimiento que hacen de la formación de sus hijos –según estudios últimos realizados- desciende vertiginosamente. Ante este fenómeno de pasividad por parte de los progenitores, los centros docentes han de llevar a cabo actividades o planes de formación dirigidos fundamentalmente a ellos, como pueden ser las Escuelas de Padres. El reto, sin duda, radica en estrechar los vínculos hasta formar un todo, entre las comunidades educativas, familiares y fuerzas sociales.

Mal se pueden reducir discrepancias si los eternos problemas de siempre, lejos de resolverse, aumentan o persisten. No pocas familias tienen aún dificultades para ejercer su derecho de elegir el tipo de enseñanza que deseen para sus hijos de acuerdo con sus convicciones. Ahora machaconamente se habla de una educación de calidad, en todos los niveles del sistema educativo, y lo único que impera es el fracaso escolar verdaderamente alarmante, fruto de la devaluación del esfuerzo que sólo aparece recogido como añadidura y poco más, en una ley, que para nada estimula el deseo de seguir aprendiendo. El esfuerzo, además, debe ser algo más que un mero producto, que una cuenta de resultados académicos, debe ser un valor de realización propia y una actitud de mayor servicio a una humanidad globalizada.

Por el contrario, el proyecto educativo, que demanda un alto porcentaje de familias, sigue siendo aquel que desarrolla todas las capacidades del ser humano, lo que se concibe como formación integral y que, sin embargo, en la escuela católica es santo y seña, aunque luego conseguir el objetivo sea también otra cuestión. A propósito, la norma estatal, muy débilmente e inspirándose en los principios y fines de la educación, habla de “la orientación educativa y profesional de los estudiantes, como medio necesario para el logro de una formación personalizada, que propicie una educación integral en conocimientos, destrezas y valores”. Toda escuela que se precie, sea del signo que sea, ha de estar al servicio de la educación integral, lo que conlleva saberes religiosos y morales, cívicos y éticos, filosóficos y estéticos, equiparables con otras disciplinas, puesto que armonizan actitudes fundamentales frente a la vida, consigo mismo y para con los demás. Cuando se da esta acción educativa integradora, y por ende humanizadora, hace posible una personalidad crítica y libre, con capacidad para el discernimiento, no sólo productivo, capacita para optar por el bien y la verdad, por aquellas opciones que favorecen la mejora de la sociedad.

Resulta doloroso ver cómo el cultivo de la interioridad de los educandos importa más bien poco, o nada, en los planes educativos. Sin embargo, cuando las familias y la misma sociedad se desestructura, creo que es sumamente necesario injertar en los alumnos otras sabidurías que no encuentran en su ámbito de convivencia normal, como pueden ser una mayor confianza, razones para amar e incluso para vivir. Las estadísticas se disparan, confirman una juventud depresiva, desilusionada y con fuertes enganches a las adicciones. En gran medida, todas estas desviaciones son consecuencia de esa falta de vida interior, - vida en valores-, de sentido de la responsabilidad y capacidad para tomar decisiones. ¿Cuántos adolescentes, de los que la ley obliga a estar escolarizados, necesitan darle otro sentido a su vida, una orientación a su vivir? Fatídicamente, muchos de ellos, han perdido la fe en el propio ser humano y, lo que es peor, la toma de conciencia de su ser como personas.

La otra fe, la natural, porque el ser humano es religioso por naturaleza, aquella que mueve montañas y de la que por cierto nada dice la actual ley de educación, es también un saber razonable que debiera considerarse, ya que es un conocer que se traduce en expresiones objetivas de valor universal. Atmósfera que, a mi juicio, favorece el clima de convivencia, máxime en una sociedad pluralista que comulga, en demasiadas ocasiones, con las únicas sábanas de la fe a don dinero. Sorprendentemente, el gobierno por su cuenta y riesgo, ha puesto otra fe más mundana, la educación para la ciudadanía, que hasta ahora lo único que ha levantado es la indignación de unos padres responsables que se niegan a que el Estado les suplante como educadores de la conciencia moral de sus hijos. Mal, muy mal, aunque la norma tenga buenas intenciones. Igual que existe la responsabilidad colectiva en el reto de la educación, creo que ha de existir también la responsabilidad colectiva de promover el acuerdo más consensuado. Una disciplina que crispa a los que son garantes de la educación de sus hijos, no tiene sentido que exista. Además, de que no es justo, una educación que está siempre a la deriva del gobierno de turno.


Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

La impura planta del poder

Hablan por nosotros y nosotros sin habla.
Dicen y nos desdicen y nada decimos.
Se sirven, sin conciencia,
de nuestra conciencia ausente.
Nos poseen y nos pasean a su antojo,
como si fuésemos una burbuja
de nada en la codicia del poder,
y esa pujanza nos reduce al silencio.

No quiero habitar en este imperio
donde la jerarquía se merienda a los pobres.
No quiero, necesito sentir otro poder
más amoroso y un latir más libre.

Adiós, amargos poderes invisibles,
dejad que me vaya, aunque sea al olvido,
quiero llegar alzando la vista
a otros reinos con menos reinados.

Detesto el apetito de potestad y señorío
que sopla con desprecio y exclusión.

Deseo rescatar un contemplar sereno
y recordar la imagen del beso
brotando de las aguas del sol,
cuán dichoso nacimiento,
que sólo este júbilo de nacer seas el amor tú.


Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net