viernes, 21 de abril de 2006

Segundo Domingo de Pascua - “El día primero de la semana”


El Señor Resucitado se encuentra con los suyos “el día primero de la semana”. Son estos encuentros, estas apariciones, las que, bajo la acción de la gracia, hacen nacer la fe de los discípulos en la Resurrección.

La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento único, que no tiene parangón con los demás acontecimientos de este mundo. No se trata de un retorno a la vida terrena, como en el caso de las “resurrecciones” obradas milagrosamente por Jesús: la de la hija de Jairo, la del joven de Naím, o la de Lázaro. En la Resurrección de Cristo nos encontramos con la novedad absoluta del paso de su cuerpo del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 646). Como ha explicado el Papa Benedicto, usando una imagen tomada de la teoría de la evolución, nos encontramos con “la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo”. Su cuerpo se llena del poder del Espíritu Santo y participa, para siempre, de la gloria de Dios.

La Resurrección de Jesucristo es un acontecimiento trascendente que irrumpe en la historia. El Pregón Pascual dice que sólo esa noche santa “conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”. No hubo testigos oculares de ese acontecimiento. Nadie vio el hecho mismo de la Resurrección.

Los apóstoles y los discípulos cuentan con un signo importante: el sepulcro, donde habían depositado el cuerpo de Jesús, estaba vacío. No era una prueba directa, pero sí un signo, que ayudó a los discípulos a caminar hacia el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Al discípulo que Jesús amaba le bastó entrar en el sepulcro vacío, descubrir las vendas en el suelo, para ver y creer (cf Juan 20, 8). Sin duda el amor despertó en él la fe con mayor prontitud.

Pero el verdadero signo que el Señor da a los suyos para que crean es su propia presencia; son sus apariciones. María Magdalena y las otras mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús, son las primeras que se encuentran con Él. Luego el Señor se aparece a Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, y a los Doce. Se aparece también a otros discípulos (cf 1 Corintios 15, 4-8). Los apóstoles, después de encontrarse con Jesús, que se hizo ver, se convierten en testigos del Resucitado. Nuestra fe se edifica sobre este testimonio de los apóstoles; un testimonio creíble, rubricado incluso por el martirio.

La figura del apóstol Tomás personifica de algún modo la “prueba” de la fe: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo” (cf Juan 20, 19-31). Pero el paso de incrédulo a creyente no es un paso exclusivo de Tomás. Es un paso que todos los apóstoles han de dar. La pasión y la muerte de Cristo había constituido para todos ellos una prueba muy dura. Se sentían abatidos y asustados. Se resistieron a creer a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lucas 24, 11). Jesús mismo les echó en cara su incredulidad y su dureza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado (Marcos 16, 14). Incluso cuando el Señor se hace presente, dudan, creyendo ver un espíritu (cf Lucas 24, 39).

Tampoco nosotros, como Tomás, estamos dispensados de creer. La Resurrección es objeto de fe y sólo es accesible en la fe. Sin fe no se puede profesar, como Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!”. Pero esta fe no es un movimiento ciego del alma, sino que cuenta en su favor con la credibilidad del testimonio apostólico.

Hay un elemento, al menos, que nos vincula a los creyentes de hoy con estos primeros creyentes. Jesús se encuentra con ellos “el día primero de la semana”, “a los ocho días”. Jesús se encuentra también con nosotros en “su” día, en el Día del Señor, el “primer día”, que recuerda el primer día de la creación, y a la vez el “octavo día”, el “día que hace el Señor”, cuando Cristo emerge glorioso del sepulcro.

El centro del Domingo es la Eucaristía (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1166-1167). En la Misa Dominical, la comunidad de los fieles encuentra al Señor Resucitado que los invita a su banquete y que le dice, como le dijo a Tomás, “dichosos los que crean sin haber visto”.

Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.com

La enseñanza de Mercedes Esteban

Nos pasamos media vida construyendo y reconstruyendo castillos en el aire. Para esto si que tenemos tiempo. Y en esa construcción y reconstrucción, pasamos de auto-realizarnos como familias en familia. O sea, como madres y padres comprometidos y prometidos en el estado matrimonial. Abrumados por tantas tareas, engruesan el número de ascendientes que abandonan la tarea educativa para confiarla sin más a los centros docentes. Sin embargo, como nos ha recordado la vicepresidenta de la Fundación Europea Sociedad y Educación, Mercedes Esteban, en unas declaraciones recientes, la simple evaluación del rendimiento académico no es suficiente para definir un sistema educativo en su conjunto, sino que se deben tener en cuenta otros factores como el interés de los padres.
Padres y docentes han de caminar unidos en una relación de confianza. Entonces, ¿por qué los padres han perdido esa responsabilidad y, si no la han perdido, cuál es el motivo por el que no se dejan ver en las APAs y oír en las tribunas sobre educación? Esta es la pregunta a considerar en una sociedad de incoherencias, puesto que lo único que se potencian sobremanera son codicias, trepas profesionales, trabajos arrolladores que no dejan tiempo para la familia. Para colmo de males, nos hemos cargado la tradición humanista cristiana que, a lo largo de los siglos, ha sido un referente por desarrollar capacidades de recto juicio, promoviendo el sentido de los valores.
La responsabilidad primaria de formar y educar a los hijos se ha pasado a un segundo plano. Los padres no ejercientes de padres o el Estado no ejerciente de protector con la diligencia debida, están a la orden del día. Aumentan los niños que no tienen familia, o familia estable, que sufren abusos o que la soledad y el desamparo llaman a su inocente puerta del alma. A este fin, también están llamados a colaborar, tanto la legislación como los servicios del Estado, para dar a la familia un apoyo que a veces nos da la sensación que brilla por su ausencia. Además, si la primera e intransferible obligación y derecho de los padres es el de educar a los hijos, han de tener absoluta libertad, que tantas veces no tienen, en la elección de las escuelas.
A los hijos los evalúa un sistema educativo que, aunque imperfecto ahí está, pero a los padres, ¿quién los examina como tales? Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta ese interés paterno y materno filial, difícilmente puede suplirse por ningún sistema educativo. Los alumnos no respetan a los docentes porque también tiene crisis de autoridad la propia familia. Lo de formar un ambiente familiar animado por el amor, no es para nada caduco, sigue siendo la mejor medicina. Sin embargo, la escasa comunicación familiar es un hecho más que probado. No guardamos tiempo para hacer familia, para convivir en familia, con lo que se debilitan vínculos profundos.
Las cuestiones de fondo como puede ser la educación de los hijos, suelen dialogarse más bien poco. En consecuencia, la enseñanza concluyente de Mercedes Esteban de que la eficacia del sistema educativo no solamente se mide por los resultados de rendimiento, sino por decenas de aspectos más, como la integración del alumno, las oportunidades de inserción en el mercado laboral, si éste responde a las expectativas laborales, la implicación de las familias y si sirve para elevar el nivel cultural medio de la población, se queda en agua de borrajas. Porque todo falla; se frustra la integración del alumno que lo más probable es que acuda a un centro que ni sus padres han tenido posibilidad de elegir, se fracasa con una formación de título más que de capacitación profesional, y además, la cultura que resplandece emborracha más que humaniza.
A esto, las familias perdidas, muchas por los juzgados amañando el divorcio y otras en el tajo con el síndrome del quemado en los talones, sin hallarse en el papel educador que les corresponde. Quizás, por ello, los padres de la nueva LOE han pensado que el Estado debía erigirse como único titular originario del derecho a la educación, quedando los progenitores y los centros educativos reducidos a meros concesionarios de tal derecho. Ahora comprendo. Vivir para ver. Otra forma de realizarse.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

miércoles, 19 de abril de 2006

Discriminaciones laicistas


Hay un tópico muy difundido en el debate democrático: ¡Nadie debe imponer sus convicciones a los demás! Con frecuencia, se dice: “Si a usted le parece mal, no lo haga, pero permita que los demás lo hagan si les parece bien”. Expresión que se concreta en frases como: “¿Yo te impido a ti hacer matrimonios estables? Pues hazlos. Y si yo quiero hacer matrimonios por tres meses ¿por qué me lo vas a impedir?” Con el bombardeo de este sofisma uno se pregunta: “¿Quién soy yo para decir a los demás cómo deben organizar sus vidas?”
Y hay otro tópico: afirmar que quien discrepa de esas conductas permisivas puede vivir según su opinión –pues no está obligado a llevarla a cabo-; de igual manera, a quien aprueba esas conductas se le permite vivir también según su opinión. Se afirma, por ejemplo: “Si tu no quieres la eutanasia, pues no la hagas, pero comprende que somos débiles y permite, al que quiere aplicársela, que la haga”.
Muchos ciudadanos no se identifican, de igual manera, con su realidad social por cuestiones de gran relevancia ética, como el rechazo y la aceptación del divorcio express, del aborto, de las relaciones homosexuales o de la eutanasia, dando lugar a una latente y soterrada sociedad fragmentada. Quienes aprueban esas prácticas ven satisfechas sus expectativas. Quienes discrepan son considerados, muchas veces de modo hostil, como intolerantes; y, por coherencia, no les queda más posibilidad que no practicar las ideas de sus contrarios.
Legalizada una conducta, que uno considera inmoral, se impondrá por ley y presión social. De tal forma, que no podrá excluir de su entorno -el profesor de su hijo, un colaborador en el trabajo, etc.- a quienes practican esa conducta. Y, además, debe permanecer mudo ante la proclamación abierta de tal comportamiento. Lo contrario se califica como una intolerable discriminación. A quien discrepa de una conducta legalizada se le exige permitir a los demás practicar lo que él juzga inmoral. Y también se le exige, quizás no por ley, pero sí de hecho por la presión de grupos organizados, recluir sus opiniones en el ámbito silencioso e insignificante de lo estrictamente privado.
La legalización de lo que unos aceptan y otros rechazan por razones éticas, no es equivalente en su realización. Aceptar la legalización de lo reprobable, en razón del sofisma “si a usted le parece mal, no lo haga...”, es aceptar una sociedad como si aquello fuera bueno y respetable en sí. Y las ideas (unas ideas que no sintonizan con la nueva ley) de quienes discrepan se consideran, con muy poco respeto, ridículamente tolerables. Casi como si lo legalizado fuera bueno, pero no tan bueno como para ser obligatorio.
Legalizar una determinada conducta no supone sin más que sea justa, pues la equidad de una acción es anterior a su legalización. Despenalizar el aborto o matar una cigüeña, legalizar el divorcio express o prohibir fumar en un lugar público, tienen una relevancia ética de muy distinto rango Sin embargo, legalizar una conducta sí facilita la repetición de dicho comportamiento: se invita a practicar lo legalizado al juzgarlo socialmente positivo.
Es insuficiente solventar los problemas de gran impacto ético-social sólo por el imperio de “democracias” aritméticas. Cuando la fuente del Derecho es la mayoría, en ocasiones, puede no haber diferencia entre derecho y abuso. La pena de muerte; la guerra sucia antiterrorista; la poligamia, que es real, aunque se encubra inscribiendo sólo a una de las mujeres en el registro civil; la pregunta sobre si la ablación es delito, etc. son cuestiones que exigen, previamente, una postura ética (la ética como la ciencia o el arte no se establece en sus fundamentos por medio de consensos democráticos) y no admiten soluciones neutras al margen de su equidad. Todas las cuestiones, en las que se juega tanto la persona o la sociedad, requieren instituir, jurídicamente, unos valores acordes con la dignidad humana.
Carlos Moreda de Lecea

La desorganización territorial, gobiernos en el desorden y el descaro político


A raíz de haberme instalado en el prefijo de la negación, después de la ración de zancadillas y puñaladas recibidas, camino con una desmotivación que no tiene manos la santa esperanza, por más paciencia que tiene conmigo, para reanimarme. Lo veo todo mangas por hombro: la desorganización territorial, gobiernos que gobiernan en el desorden más desconcertante y políticos con un descaro impresionante. Ya no existe el tajo de la constancia, del método y de la organización. Desde esta perspectiva de los desbarajustes, considero importante que la autoridad recupere su nobleza de linaje humano respecto a los derechos propios de las instituciones, de la familia y de los ciudadanos. Además, nos interesa organizarnos para promover historias de concordia, de coherencia y honradez, que dé al mundo territorialidad de espíritu fraterno que haga cambiar los planes de esa plaga enfermiza que se nos viene encima, la de los terroristas suicidas entrenados y listos para la acción.
Me preocupan las divisiones y el orgullo que nos divide. El revoltijo territorial. La maraña en la que se mueven políticos funcionariados. Cuando el Estado se desorganiza, el pueblo se desespera y los territorios, más pronto que tarde, muestran su descontento. Al parecer, esa sensación invade actualmente a los españoles que suspenden, por goleada, la política territorial impulsada por Zapatero. La verdad es que resulta bastante complicado dilucidar dónde llega la autonomía de un municipio y la del otro, entre provincias o comunidades autónomas. Lo del principio de solidaridad para un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territorio parece un amor imposible. Se queda a los sones de la música celestial, o sea, en pura letra constitucional. Sólo hay que hacer turismo por España, mirar y ver, como unas normas estatales implican o se interpretan, según el lugar, de manera distinta. El privilegio social y económico, en ciertas zonas, se llega a confundir con el concepto de coto territorial; es tan sumamente descarado el límite, que la injusticia se palpa en los labios de las gentes.
Por desgracia, abundan los ejemplos de obstáculos a la solidaridad, al buen rollo entre pueblos y gentes, al ver que los derechos y obligaciones varían según residencias. La crispación revienta por sí sola. Hay una especie de xenofobia, cierre arbitrario e injustificado de fronteras en cubierta, que de manera tácita discrimina unos territorios de otros. La lengua es un peso pesado. Esto dificulta a la hora de moverse, de buscar trabajo, inclusive dentro de la propia administración pública. El mal uso que algunos gobiernos autonómicos hacen de las distintas modalidades lingüísticas, es un evidente muro de discordia. Ciertamente, el castellano es la única lengua española oficial del Estado que implica a los españoles al deber de conocerla y el derecho a usarla; y no otra. Lo dice la Constitución, poseedora de un rango superior a los Estatutos. Quede claro, sin embargo, que también soy un defensor de las lenguas autonómicas, de las raíces ancestrales de nuestra cultura, como el que más, faltaría plus; pero también entiendo que una solidaridad efectiva ha de cultivar políticas y programas que unan territorios, lenguas y lenguajes, sin poner maliciosas barreras que nos separen.
El espíritu de solidaridad entre territorios y gentes ha de ser un espíritu abierto al diálogo (debiera ser el credo para todos los políticos), a la búsqueda del asentimiento que hunde sus raíces en la verdad y nunca en intereses partidistas. El que leyes fundamentales nazcan sin un consenso de aceptación mayoritario podríamos calificarlo de mal augurio. Es el caso de la educación española, por ejemplo ¿Tan arduo es que la gente se entienda y que pueda llegar a un pacto? ¿Por qué esa desavenencia de manera sistemática? ¿No hay forma de confluir en algún acuerdo? Nos da la sensación, a veces, que los políticos (de todos los bandos) piensan más en el voto que en el bien común, en lo políticamente correcto antes que en la libertad de buscar y decir la verdad, pulso esencial para la comunicación. Todo esto genera un aluvión de tensiones inútiles y absurdas, de episodios inadmisibles. Y a uno, a pesar de la innata ingenuidad que lleva consigo, le cuesta aceptar las cacareadas torpezas de que unas administraciones de un signo torpedeen a los de otros signos, y las otras a las unas del siguiente signo, y que lo hagan con una desfachatez total. Si reflexionásemos con autenticidad y tomásemos el solidario compromiso de hacer patria, para luego poder hacer mundo de verdad, llegaríamos a los verdaderos protagonistas, que no son otros que los ciudadanos, con los brazos abiertos, sin distinción alguna. El chabolismo sería un cuento y la marginalidad una novela.
Para colmo de males, durante los últimos tiempos se han intensificado, a mi juicio, de manera precipitada y desordenada procesos de descentralización política y de transformación, que han disociado, desvinculado y disgregado una unidad de Estado, de nación española, que garantiza el derecho a la autonomía. El hecho de que las personas constituyan el centro del desarrollo, debiera ser el punto de referencia de todo lo que se hace para mejorar las condiciones de vida, por igual en igualdad de ley y libertades, en un territorio que se llama España, constituido en un Estado como nación. Nos consta que la maquinaria de controles constitucionales funciona a pleno rendimiento, precisamente, por el desbordamiento de casos supuestamente ilícitos. Explotación, amenazas, sumisión forzada, negación de oportunidades, son cuestiones inaceptables que se dan todavía a diario en estos muros de la patria mía –como diría el poeta-, contradiciendo la noción misma de solidaridad humana.
El galimatías de competencias entre administraciones también dificulta enormemente la resolución de conflictos humanos. El problema no es tanto acrecentar las competencias, como que los gobiernos de las diversas administraciones asuman con responsabilidad la tarea de protección a los débiles e indefensos y la defensa de los valores para todos los ciudadanos. Eso sí que sería llegar a un Estado estable, propicio para la amistad entre ciudadanos. No haría falta la justicia ¡Qué alegría! Estaríamos organizados, con gobierno de orden (no de ordeno y mando) y sólo los caraduras pasarían dificultades para sobrevivir en un territorio de ecuanimidad y honestidad.
Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

domingo, 16 de abril de 2006

El Resucitado vence a la muerte y yo quiero ir en su palma


Con el paso de la muerte a la vida,
vida en la vida del Resucitado,
la historia humana nos ha desvelado,
el amor que cuida la Cruz y anida.

El Resucitado, con su venida,
nos dona la fe de que lo viciado
encauce en el cauce purificado,
se encienda la luz, se apague la caída.

Piensen aquellos que terror amasan,
de que nadie puede matar el alma,
al sufrimiento de Jesús nos atan.

Tras el calvario se alcanza la calma,
son versos que nos laten y relatan
a un Dios vivo, que nos vive en su palma.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net