viernes, 11 de agosto de 2006

Sembrar el terror


Parto de que los sembradores del terror son enemigos de la humanidad. El buen olfato de la policía británica ha abortado un complot terrorista de “dimensiones globales” que pretendía hacer estallar de forma inminente varios aviones comerciales en pleno vuelo con origen en el Reino Unido. Detrás de todo ello, se esconde un odio visceral, donde vivir apenas tiene valor para estos segadores de vidas humanas. Sembrar el terror como estrategia de poder es crimen contra todos. Nadie se queda a salvo. El mejor escarmiento que se les puede dar a estos lobos enfurecidos, no es otro que la unión entre todas las culturas y religiones, bajo un único objetivo: el derecho a defenderse de estas bestias con cuerpo humano y corazón envenenado.

La colaboración internacional en la lucha contra estos sembradores del terror, artífices de la destrucción humana, debe comportar, en consecuencia, un compromiso incondicional en todos los ámbitos. Sólo así se podrá solucionar con valentía la opresión. Los Estados han de tomar conciencia todos a una, y unirse igual que una piña, para que el pavor deje de injertar inquietudes y desconfianzas. Con estos criminales no se puede ser indulgente. Ellos tampoco lo son con persona alguna. Su poderosa convicción de imponer a todos su propia visión de la verdad, es un fanatismo destructor al que hay que hacerle frente. La grandeza y la dignidad de la persona es lo máximo y no puede ser un mínimo para estos labriegos de horrores.

El deber de disuadir a los sembradores del terror conlleva el nulo apoyo y la defensa a ultranza de los derechos humanos. Eso de vivir en un susto continuo es una locura. Hay que poner el cerrojo de la libertad a buen recaudo y cerrar el grifo de los apoyos financieros a los salvajes. Nos merecemos la tranquilidad. El terrorismo, provenga de donde provenga, es algo inadmisible. En este sentido, el Secretario General de la ONU, Annan, lo podrá decir más alto, pero no más claro en cuanto a su convicción de que el terrorismo en todas sus formas y manifestaciones, cometido por quien quiera que sea, donde quiera que sea y por cualquiera que sea el motivo, es inaceptable y nunca puede ser justificado. Lo ratifico. Tiene más razón que un santo.

No estaría mal, tal y como está el patio mundial de estremecido, hacer una campaña globalizada contra estos tipos que nos ponen en sobresalto permanente. La consigna, podría ser: Estados contra el terror, ciudadanos contra el miedo. Sobre todo, porque nadie llegó a la cumbre acompañado por la cobardía. Sin duda, la seguridad colectiva va a depender mucho de la cooperación entre naciones. Es importante que el mundo se respete y lo respeten sus moradores. Tenemos el derecho de vivir libres de temores y a desarrollar el potencial humano, cada uno a su manera y modo, siempre que no moleste al vecino. Creo, pues, que es necesario adoptar medidas enérgicas acertadas, cuyo patrón ha sido antes aceptado y concertado por todas las naciones dispuestas a promover la paz en un mundo vengativo, mediante la solidaridad internacional (las religiones pueden jugar un gran papel), el fomento del desarrollo (la educación es el único salvavidas para la tolerancia) y la convivencia en justicia (la verdad es la madre de la vida). Y que se destruyan las armas para que las almas se besen. Es condición.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

Tocados por el amor de Dios


A menudo me preguntan el por qué. Por qué siendo padre de 4 hijos y casado con Vida, una esposa maravillosa, dedico mis horas libres a escribir de Dios.

¿Por qué lo haces? Justamente porque he descubierto que Dios es un Padre extraordinario. Todo ternura. Todo Amor.
Como padre de familia, expuesto a los problemas cotidianos de los que trabajamos para llevar el pan a la casa, lo sé bien... nada podemos sin Dios.
Somos como frutos que maduramos para Dios.
Él nos ha bendecido con una familia. Veo en mis hijos su amor inmenso. Descubro su ternura y no dejo de maravillarme por esto.
Dios penetra lo más profundo de nuestro ser. Nada hay que podamos ocultar. Somos un libro abierto ante su presencia. Todo lo sabe. Todo lo ve.
Suelo pensar: “Si yo, que soy un padre lleno de defectos, perdono a mis hijos, les amo, los abrazo, los cuido... cómo será con Dios que es un Padre perfecto, todopoderoso, lleno de Amor....
Amigo.. esto es una maravilla.... Dios nos ama. No me canso de gritarlo: "Dios es nuestro Padre” Por eso disfruto tanto cuando rezo el Padre nuestro.
Digo la palabra “Padre” y me quedo, como pensativo, sumergido en su Amor, contemplando a mi Padre celestial. Padre mío, Padre tuyo, Padre nuestro.
Me siento tocado por la bondad y la misericordia de nuestro Dios. Me siento amado profundamente.
¿Cómo no amarlo, si Él me amó primero?
¿Cómo no pensar en Él, si pensó en mí desde la eternidad?
¿Cómo no escribir y contar sus maravillas?
Gracias Señor, por ser mi Padre.
Gracias por amarnos, como nos amas. Eres el mejor. Nadie hay como Tú.

Por: Claudio de Castro

Place Jean-Paul II


Hay acontecimientos que, más allá de su significado inmediato, alcanzan el valor de símbolos. Uno de estos acontecimientos es, a mi modo de ver, la decisión del Ayuntamiento de París de dedicar la emblemática plaza situada delante de la catedral de Notre Dame al Papa Juan Pablo II. A partir del próximo 3 de septiembre de 2006, ese espacio ciudadano dejará de llamarse “Parvis Notre-Dame” para denominarse “Place Jean-Paul II”. No será el único lugar de Francia destinado a honrar al difunto Papa, pero sí el más significativo de todos.

Cuando se habla de la Iglesia, y de las relaciones de la Iglesia con el Estado, Francia se erige en el imaginario colectivo como paradigma de la “laïcité”, de la “laicidad”. La ley de 1905 de separación de la Iglesia y el Estado, por no remontarnos a otros hechos históricos anteriores, es contemplada, todavía hoy, como un referente; como un signo de identidad. En medio de ese clima social y cultural, la Iglesia en Francia ha tenido, y tiene, que vivir, aportando su indeclinable contribución a la convivencia social y nacional.

La relación de Juan Pablo II con Francia ejemplifica, de algún modo, el vínculo existente entre ese país y la Iglesia Católica. Se ha dicho que Francia es la “hija primogénita de la Iglesia”. Y ningún católico puede olvidar la legión de santos, de educadores, de teólogos e intelectuales que, también en la época contemporánea, la nación francesa ha aportado al acervo común del catolicismo. Juan Pablo II debía mucho a un santo como San Luis María Grignion de Monfort, de quien tomó incluso la expresión que sería su lema: “Totus tuus”. O a San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, a quien el Papa polaco evoca en Don y Misterio: “Sobre el telón de fondo de la laicización y del anticlericalismo del siglo XIX, su testimonio constituye un evento verdaderamente revolucionario”. De Francia era también Santa Teresita de Lisieux, a quien Juan Pablo II declaró doctora de la Iglesia el 19 de octubre de 1997.

El Papa realizó un total de ocho viajes a Francia. En nuestra retina, y en la de los franceses, quedará sin duda impresa para siempre la imagen del anciano Pontífice en París, rodeado de los jóvenes del mundo, en el caluroso agosto de 1997. Pero, si a los documentos nos remitimos, quizá merezca la pena aludir a la Carta de Juan Pablo II al Arzobispo de Bourdeaux sobre la laicidad en Francia; que es como un testamento del Santo Padre dirigido a esa nación.
Sin añoranzas y sin complejos, el Papa aludía a importancia de un consenso que, respetando las legítimas competencias de cada uno, permitiese a la Iglesia, en particular a los laicos, tomar parte activa en la vida ciudadana: “En razón de vuestra misión, estáis llamados a intervenir regularmente en el debate público sobre las grandes cuestiones de la sociedad. De igual modo, en nombre de su fe, los cristianos, personalmente o en asociaciones, deben poder tomar públicamente la palabra para expresar sus opiniones y manifestar sus convicciones, aportando así su contribución a los debates democráticos, interpelando al Estado y a sus conciudadanos sobre sus responsabilidades de hombres y mujeres, especialmente en el campo de los derechos fundamentales de la persona humana y del respeto de su dignidad, del progreso de la humanidad - que no puede buscarse a cualquier precio - , de la justicia y de la equidad, así como de la conservación del planeta, sectores que comprometen el futuro del hombre y de la humanidad, y la responsabilidad de cada generación. A esta condición, la laicidad, lejos de ser lugar de enfrentamiento, es verdaderamente el espacio para un diálogo constructivo, con el espíritu de los valores de libertad, igualdad y fraternidad, en los que el pueblo de Francia, con mucha razón, está fuertemente arraigado”.

Ojalá que, atendiendo a nuestros propios signos de identidad, aprendamos la lección. La laicidad no tiene por qué ser “un lugar de enfrentamiento”, sino “el espacio para un diálogo constructivo”. La Place Jean-Paul II nos recordará a todos la posibilidad, y la urgencia, de este diálogo.

Guillermo Juan Morado.

lunes, 7 de agosto de 2006

“Con su total presencia y manifestación”


En cualquier debate o en cualquier discurso siempre se parte de presupuestos. La neutralidad de los saberes es más bien un ideal que una realidad. Hasta las ciencias naturales dependen de precomprensiones, de supuestos antecedentes, de lo que uno esté dispuesto a admitir como verdadero, como probable, como posible. La ciencia no escapa a los condicionamientos – culturales, institucionales, históricos – a los que está supeditado el conocimiento humano.

La honradez exige mostrar las propias cartas, ponerlas sobre la mesa; decir desde donde se habla o desde donde se piensa. Yo no tengo inconveniente en reconocer que hablo desde la adhesión a la fe cristiana; por tanto, desde la aceptación de una palabra y una verdad que yo no me he dado a mí mismo; más bien, desde una palabra y una verdad que intento acoger cada día como obsequio inmerecido, como regalo sorprendente e inesperado.

Para mí Jesucristo es la Verdad; la verdad en persona; la verdad que tiene rostro y voz y manos. La pregunta de Poncio Pilato: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18, 38) suena casi a pregunta retórica, como si ante el sol de mediodía nos demandásemos si existe o no la luz. La verdad estaba allí, muda y silenciosa, ante el juez que no quería juzgar, sino pasar de puntillas sobre las cosas para, simplemente, quitarse el problema de encima, con ese pragmatismo que, a veces, puede dominar a los hombres de Estado.

Pero esta adhesión a Cristo, esta fe, no humilla mi inteligencia, sino que la solicita y estimula. Si Cristo es la Verdad, y la inteligencia es el cauce que se nos ha dado para encontrarla, la inteligencia no puede verse anulada por el encuentro con Él. Deslumbrada sí, al menos momentáneamente, pero esa superabundancia de luz no provoca ceguera, sino que amplía – como lo hace una lente poderosa - el campo de visión.

¿Qué pruebas necesito para avalar a Cristo? Ninguna. Me basta con Él, “con su total presencia y manifestación” entre nosotros. Me siento plenamente identificado con una afirmación del Vaticano II: “Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna” (Dei Verbum, 4).

A otros no les bastará; a mi sí. Y esta suficiencia del “único argumento” no se debe a mis méritos, sino que es puro don. Decía Simone Weil en La gravedad y la gracia que “sólo sentimos la distancia con los que están abajo”. Dios nos ha hecho “sentir la distancia”, situándose debajo de los que están debajo, humillándose a sí mismo, y haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (cf Filipenses 2, 8). Sólo Dios puede crear esta distancia y vencerla. Jamás los hombres hubiésemos ideado la cruz de Dios, esa eterna locura, ese obstáculo infranqueable.

A mí sólo se me ocurre decir, con palabras prestadas: “En verdad éste era Hijo de Dios” (Mateo 27, 54).

Guillermo Juan Morado.

Los raíles de un poema


En cada aurora nace una esperanza que al atardecer se vuelve poesía para las noches de luna. Algo así debió pensar Patrick Huet, un poeta francés al escribir el poema más largo del mundo con los raíles de una tela kilométrica y los remos de los derechos humanos. Desde luego, es una buena manera para empaparse de naturalidad. Nos hace falta. Los aires de las falsas libertades nos atrofian las venas sensibles. En el fondo, el verso más que mirar nos permite ver lo que otros quieren taparnos. Basta hacer memoria histórica, con la conciencia del verbo conjugada a la vida, para caer en la cuenta de cómo sistemas ideológicos y políticos aberrantes, de manera intencionada, han tergiversado la verdad; llevándonos en volandas a crueles guerras de unos contra otros, con el exterminio de pueblos y razas enteras.

Me gusta la lucidez del poeta francés al ponerse en manos de la poesía para bordar en tela el abecedario de la verdad. Lo que comienza en liberación siempre termina en sabiduría. Precisamos que cesen los llantos. Y esto, de hacerlo en poesía, es una acertada forma de llamarnos al orden de la vida. Por desgracia, el terror avanza como un dios para coronarse de soberbia. No se puede permitir que nadie destruya el verso interminable de la existencia. Ningún mandatario puede saltarse las leyes naturales de la vida y decidir sobre un ser humano. Conviene recordarlo. El poema siempre es una fuerza de paz para el mundo. Estoy convencido de ello. La prueba la dio Platón: Al contacto del amor todo el mundo se vuelve poeta. Pues que así sea, puesto que la lírica es el primer verso para los árboles del cielo y debiera ser la primera luz para los gobiernos.

La clarividencia de Patrick nos lleva a la reflexión sobre el cumplimiento de los derechos humanos, sobre la libertad de pensamiento por la que tanto han luchado los poetas de todos los tiempos y de todos los lugares. Negar esta dimensión poética significa atentar gravemente contra el verso de la vida; esto equivale a negar la voluntad del ser; más todavía, significa atentar contra la misma vía láctea de la creación, y por ende, transgredir la existencia humana, puesto que transforma al ser humano, a la persona misma, en un simple monigote de un proyecto de organización social que mueve los hilos a su antojo e interés.

Hay que saber que no existe país sobre la tierra donde el amor no haya convertido a los amantes en poetas; dijo también otro francés, el filósofo y poeta Voltaire. El amor todo lo puede, hasta romper los muros de la indiferencia. Por ello, también hay que saber como una ola y otra ola son el mar mismo, que ningún país debe permanecer en la pasividad, puesto que forma parte de ese mismo mundo, y evadirse a la obligación de ayudar a esclarecer la verdad que encierran los derechos humanos. Estos verdaderos latidos, de corazón justo enraizados en el verso de la autenticidad, a los que los humanos tenemos derecho por el mero hecho de nacer, no pueden ser más amplios en unas culturas que en otras, puesto que no deben existir territorios en el que sus habitantes tengan diferentes grados de dignidad humana. Todos los espacios son del verso y la palabra. Esta ley debe ser la norma de todos los actos humanos.

La falta de consideración a la palabra entorpece todo diálogo. Patrich, con su bandera de voces, nos llama a la poesía. Y servidor se suma a esa fuente de claridades. El hombre ciego no ve la lámpara y tropieza, se hace el sordo a la voz de la esperanza. Así, entre tantos bárbaros, no puede clarear la mañana y tampoco hacerse la paz. Porque la armonía son los raíles de un poema que germinan en el silencio de un abrazo. Démonos a la poesía, pues, y movámonos a su ritmo viviente. Que se entierren las guerras en el cementerio de los moribundos poderosos. El futuro es de los poetas que injertan la belleza a su paso. El presente ya les pertenece por sus ojos de niño en un hábitat de farsa.



Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

Los más trabajadores


La noticia ha sido aireada en pleno verano, cuando el calor aprieta y nos llama al descanso. La verdad es que no todos los españoles pueden tomar vacaciones, a pesar de tener una jornada laboral tan crecida y estresante que impide hacer familia. Aún el dinero se queda corto, medio sueldo lo tenemos hipotecado de por vida, y todavía resulta privilegio para algunos lo de vivir de modo diferente al resto del año. Tendríamos que reivindicar un tiempo para dedicarnos a nosotros mismos y a los nuestros. Los españoles somos los que más horas invertimos en el trabajo, (38,2 horas a la semana frente a las 36,3 horas del resto de asalariados europeos), quizás también los más quemados, lo que nos sitúa entre los que más tiempo de media dedicamos a la actividad laboral, según datos de la Oficina de Estadística Europea (Eurostat).

Los últimos datos de Eurostat también revelan que el número de días de vacaciones pagadas en nuestro país es menor a la media de los países de la zona euro en casi cuatro días. En vista de lo cual, no estaría mal reconsiderar el dicho de trabajar para vivir y no viceversa. El disfrute de un reposo y ocio suficientes para cultivar la vida familiar o social, es ley de vida. Que no sea pérdida del salario. Son oportunidades para crecer personalmente, cargar las pilas como se dice popularmente, para salir de la egolatría, de esa cadena competitiva a la que no le mueve el corazón, y disfrutar de la vida. En cada una de sus formas, sea trabajo intelectual o físico, todos nos merecemos un respeto, lo que conlleva la consideración a tener un tiempo libre; puesto que, detrás de cualquier actividad laboral, hay siempre una persona ligada a una familia que también necesita tomar su tiempo para dedicarse o dedicarle a su gente.

Humanizar el trabajo significa también asegurar el descanso necesario, cuestión que los poderes públicos tienen obligación de garantizar. Sin embargo, recientes datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), nos muestran el desamparo total que hoy en día tienen algunos trabajadores. Trabajan más horas de las debidas y suelen realizar horas extraordinarias, que no les son pagadas en la mitad de los casos. Tenemos el derecho y el deber de que las políticas laborales consideren el trabajo en relación con la persona y no a la inversa. En un momento en que tanto se habla de progreso social, deberíamos preguntarnos si tal avance alcanza los niveles de humano y universalidad, de promoción y remuneración suficiente para satisfacer necesidades propias y de familia; y si el trabajo, como derecho y deber, sirve para nivelar las desigualdades injustas y para favorecer una atmósfera menos discriminatoria y abusiva. En suma, si el empleo dignifica, o sea, si da el sentido gozoso a nuestra vida y no el desespero de una carga difícil de sobrellevar.

El síndrome del quemado o de agotamiento profesional surge, precisamente, motivado por un proceso en el que se acumula un estrés excesivo causado por el trabajo que se ha convertido en un auténtico calvario para la persona que lo sufre. Por ello, me parece justa esa reacción judicial de que un Tribunal de Justicia haya sentado cátedra al respecto, enjuiciando este trastorno como accidente laboral. Podemos ser los más trabajadores, los más trabajados; pero, me pregunto y les pregunto, ¿a qué precio? El mundo obrero vive una precaria situación acentuada por la inestabilidad. Aumentan los trabajos poco dignos, transitorios e inseguros; y, por desgracia, la solidaridad laboral continua siendo la gran asignatura pendiente, frente a un creciente individualismo utilitarista, contaminando de esta manera toda dimensión ética y moral.

En consecuencia, yo no estoy nada satisfecho de que seamos los que más trabajamos de la Unión Europea. Sería mejor que fuésemos los que más contentos vamos al tajo. Esto nos indicaría haber contraído unas buenas condiciones laborales, un buen clima de promoción a través del trabajo, una verdadera readaptación profesional, un medio seguro de asegurar la vida de familia. Estas pautas son las que verdaderamente elevan la productividad, el amor a lo que se hace. Por consiguiente, pienso que aumentar las horas de trabajo para nada es indicativo de mayor producción; sino el que los trabajadores vayan todos a una y en una misma dirección de colocar el trabajo al servicio de toda persona.

El que seamos los más trabajadores de Europa en una cultura basada en producir y consumir, tampoco quiere decir que seamos los más realizados e nivel personal. Que cada cual se responda asimismo. Considero, pues, superior hazaña la de actuar como laboriosos obreros, siempre dispuestos y solidarios en participar la grandeza del trabajo humano, sobre cualquier otra dimensión económica que nos esclaviza hasta el extremo de vender la propia dignidad personal. Esta fría y calculadora cultura obrera que todo lo acapara para sí, es manipuladora y, en toda regla, destructora de la familia. La padecemos y la sufrimos con verdadera resignación. Me temo que los inadaptados profesionalmente son mayoría. Hay que hacer algo por mejorar estos climas ¡Arriba la conciencia obrera! Que no se pierda.

A propósito, pienso que los planes empresariales deberían tener en cuenta la rehabilitación laboral. Convendría pensar más en la reinserción de los pacientes, aquellos que han enfermado en su relación laboral. Que retornasen al trabajo activo, previa escucha y tenderles una mano. Cuando una persona no vuelve a trabajar es muy difícil que su proceso patológico, como puede ser el síndrome del quemado, termine y se adapte a la vida. Por encima de estos sistemas de producción, regímenes e ideologías que potencian sobremanera la esclavitud, urge proponer (y promover) nuevas vías que nos dignifiquen y nos solidaricen en el trabajo. Que seamos los más trabajadores, ¡bien!; pero también los más satisfechos y los más humanos, ¡mejor todavía!


Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net