lunes, 7 de agosto de 2006

“Con su total presencia y manifestación”


En cualquier debate o en cualquier discurso siempre se parte de presupuestos. La neutralidad de los saberes es más bien un ideal que una realidad. Hasta las ciencias naturales dependen de precomprensiones, de supuestos antecedentes, de lo que uno esté dispuesto a admitir como verdadero, como probable, como posible. La ciencia no escapa a los condicionamientos – culturales, institucionales, históricos – a los que está supeditado el conocimiento humano.

La honradez exige mostrar las propias cartas, ponerlas sobre la mesa; decir desde donde se habla o desde donde se piensa. Yo no tengo inconveniente en reconocer que hablo desde la adhesión a la fe cristiana; por tanto, desde la aceptación de una palabra y una verdad que yo no me he dado a mí mismo; más bien, desde una palabra y una verdad que intento acoger cada día como obsequio inmerecido, como regalo sorprendente e inesperado.

Para mí Jesucristo es la Verdad; la verdad en persona; la verdad que tiene rostro y voz y manos. La pregunta de Poncio Pilato: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18, 38) suena casi a pregunta retórica, como si ante el sol de mediodía nos demandásemos si existe o no la luz. La verdad estaba allí, muda y silenciosa, ante el juez que no quería juzgar, sino pasar de puntillas sobre las cosas para, simplemente, quitarse el problema de encima, con ese pragmatismo que, a veces, puede dominar a los hombres de Estado.

Pero esta adhesión a Cristo, esta fe, no humilla mi inteligencia, sino que la solicita y estimula. Si Cristo es la Verdad, y la inteligencia es el cauce que se nos ha dado para encontrarla, la inteligencia no puede verse anulada por el encuentro con Él. Deslumbrada sí, al menos momentáneamente, pero esa superabundancia de luz no provoca ceguera, sino que amplía – como lo hace una lente poderosa - el campo de visión.

¿Qué pruebas necesito para avalar a Cristo? Ninguna. Me basta con Él, “con su total presencia y manifestación” entre nosotros. Me siento plenamente identificado con una afirmación del Vaticano II: “Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna” (Dei Verbum, 4).

A otros no les bastará; a mi sí. Y esta suficiencia del “único argumento” no se debe a mis méritos, sino que es puro don. Decía Simone Weil en La gravedad y la gracia que “sólo sentimos la distancia con los que están abajo”. Dios nos ha hecho “sentir la distancia”, situándose debajo de los que están debajo, humillándose a sí mismo, y haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (cf Filipenses 2, 8). Sólo Dios puede crear esta distancia y vencerla. Jamás los hombres hubiésemos ideado la cruz de Dios, esa eterna locura, ese obstáculo infranqueable.

A mí sólo se me ocurre decir, con palabras prestadas: “En verdad éste era Hijo de Dios” (Mateo 27, 54).

Guillermo Juan Morado.