viernes, 11 de agosto de 2006

Place Jean-Paul II


Hay acontecimientos que, más allá de su significado inmediato, alcanzan el valor de símbolos. Uno de estos acontecimientos es, a mi modo de ver, la decisión del Ayuntamiento de París de dedicar la emblemática plaza situada delante de la catedral de Notre Dame al Papa Juan Pablo II. A partir del próximo 3 de septiembre de 2006, ese espacio ciudadano dejará de llamarse “Parvis Notre-Dame” para denominarse “Place Jean-Paul II”. No será el único lugar de Francia destinado a honrar al difunto Papa, pero sí el más significativo de todos.

Cuando se habla de la Iglesia, y de las relaciones de la Iglesia con el Estado, Francia se erige en el imaginario colectivo como paradigma de la “laïcité”, de la “laicidad”. La ley de 1905 de separación de la Iglesia y el Estado, por no remontarnos a otros hechos históricos anteriores, es contemplada, todavía hoy, como un referente; como un signo de identidad. En medio de ese clima social y cultural, la Iglesia en Francia ha tenido, y tiene, que vivir, aportando su indeclinable contribución a la convivencia social y nacional.

La relación de Juan Pablo II con Francia ejemplifica, de algún modo, el vínculo existente entre ese país y la Iglesia Católica. Se ha dicho que Francia es la “hija primogénita de la Iglesia”. Y ningún católico puede olvidar la legión de santos, de educadores, de teólogos e intelectuales que, también en la época contemporánea, la nación francesa ha aportado al acervo común del catolicismo. Juan Pablo II debía mucho a un santo como San Luis María Grignion de Monfort, de quien tomó incluso la expresión que sería su lema: “Totus tuus”. O a San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, a quien el Papa polaco evoca en Don y Misterio: “Sobre el telón de fondo de la laicización y del anticlericalismo del siglo XIX, su testimonio constituye un evento verdaderamente revolucionario”. De Francia era también Santa Teresita de Lisieux, a quien Juan Pablo II declaró doctora de la Iglesia el 19 de octubre de 1997.

El Papa realizó un total de ocho viajes a Francia. En nuestra retina, y en la de los franceses, quedará sin duda impresa para siempre la imagen del anciano Pontífice en París, rodeado de los jóvenes del mundo, en el caluroso agosto de 1997. Pero, si a los documentos nos remitimos, quizá merezca la pena aludir a la Carta de Juan Pablo II al Arzobispo de Bourdeaux sobre la laicidad en Francia; que es como un testamento del Santo Padre dirigido a esa nación.
Sin añoranzas y sin complejos, el Papa aludía a importancia de un consenso que, respetando las legítimas competencias de cada uno, permitiese a la Iglesia, en particular a los laicos, tomar parte activa en la vida ciudadana: “En razón de vuestra misión, estáis llamados a intervenir regularmente en el debate público sobre las grandes cuestiones de la sociedad. De igual modo, en nombre de su fe, los cristianos, personalmente o en asociaciones, deben poder tomar públicamente la palabra para expresar sus opiniones y manifestar sus convicciones, aportando así su contribución a los debates democráticos, interpelando al Estado y a sus conciudadanos sobre sus responsabilidades de hombres y mujeres, especialmente en el campo de los derechos fundamentales de la persona humana y del respeto de su dignidad, del progreso de la humanidad - que no puede buscarse a cualquier precio - , de la justicia y de la equidad, así como de la conservación del planeta, sectores que comprometen el futuro del hombre y de la humanidad, y la responsabilidad de cada generación. A esta condición, la laicidad, lejos de ser lugar de enfrentamiento, es verdaderamente el espacio para un diálogo constructivo, con el espíritu de los valores de libertad, igualdad y fraternidad, en los que el pueblo de Francia, con mucha razón, está fuertemente arraigado”.

Ojalá que, atendiendo a nuestros propios signos de identidad, aprendamos la lección. La laicidad no tiene por qué ser “un lugar de enfrentamiento”, sino “el espacio para un diálogo constructivo”. La Place Jean-Paul II nos recordará a todos la posibilidad, y la urgencia, de este diálogo.

Guillermo Juan Morado.