viernes, 17 de marzo de 2006

Domingo III de Cuaresma - “Él hablaba del templo de su cuerpo”


La Liturgia de la Iglesia, en el Tercer Domingo de Cuaresma, nos presenta tres lecturas bíblicas que podrían ser resumidas en tres palabras: la Ley, el Templo, la cruz.
La primera palabra es la “Ley”. El libro del Éxodo (20, 1-17) recoge el decálogo mosaico, las diez palabras dadas por Dios a Moisés. El Pueblo de la Alianza ha de guiarse en conformidad con ese código grabado en unas tablas de piedra; por esos mandamientos “verdaderos y enteramente justos” (Salmo 18), que invitan a vivir orientados hacia Dios y hacia los demás. Jesús se presenta, en el monte de las Bienaventuranzas, como el Nuevo Moisés. Sus bienaventuranzas no revocan la Ley, sino que la perfeccionan. Él es quien cumple perfectamente la Ley. Él es el pobre de espíritu, el que llora, el manso, el hambriento y sediento de la justicia, el misericordioso, el limpio de corazón, el pacífico, el perseguido por causa de la justicia, el injuriado por las mentiras. Si los diez mandamientos han de guiar al Pueblo de Israel; esos mismos mandamientos, perfeccionados por las bienaventuranzas, han de guiar al Nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia. El Señor no añade preceptos exteriores nuevos, sino que apunta a reformar la raíz de los actos, el corazón, “donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1968). En la inminencia de su Pascua, el Señor nos dejó como testamento un mandamiento nuevo: el mandamiento del amor; de su propio amor que se plasma gráficamente en la entrega de la Cruz.
La segunda palabra es el “Templo”. El Templo era para los israelitas, y también para Jesús, que era un israelita, el lugar santo donde Dios habita de una manera privilegiada. Jesús sube al Templo, al lugar de la oración, a la casa de su Padre. Se indigna porque el atrio exterior se había convertido en un mercado (cf Juan 2, 13-25). Pero, en el umbral de su Pasión, el Señor se identifica Él mismo con el Templo, presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf Juan 2, 21; Catecismo de la Iglesia Católica, 586). El anuncio de la destrucción del Templo señala la entrada en una nueva era en la historia de la salvación, y anticipa igualmente su propia muerte: “Él hablaba del templo de su cuerpo”, anota San Juan. El templo nuevo, el lugar de la morada de Dios, es el Cuerpo de Cristo, destruido en la Cruz y reconstruido en la Resurrección. Nosotros, seguidores suyos, estamos llamados a participar de su Pascua para convertirnos en miembros de su Cuerpo, en piedras vivas del edificio espiritual que es la Iglesia.
La tercera palabra es la Cruz. La Cruz que se convierte en juicio de todo cumplimiento de la Ley. La Cruz, en la que Cristo entregó su Espíritu, provocando que se rasgase en dos el velo del Templo, porque, desde entonces, adoraremos al Padre “en espíritu y en verdad” (Juan 4, 1). No es de extrañar que San Pablo califique la predicación de Cristo, el anuncio del Evangelio, como “escándalo para los judíos y necedad para los griegos” (cf 1 Corintios 1, 22-25). La religiosidad de los judíos y la sabiduría de los griego se ven desbordadas por la omnipotencia de Dios manifestada en el Mesías crucificado. Santo Tomás de Aquino explicaba que “la predicación de la Cruz de Cristo contiene algo que según la sabiduría humana parece imposible, como que Dios muera, o que el omnipotente se someta a las manos de los violentos. También contiene cosas que parecen contrarias a la prudencia de este mundo, como que uno, pudiendo, no huya de las contrariedades” (Sup. Epist. Ad 1 Cor. I in loc.).
A nosotros se nos presenta este desafío, que es el reto de la fe: o confiar en la potencia de nuestra sabiduría, o fiarnos de la necedad y de la debilidad de Dios.
Guillermo Juan Morado.

Urgencia humana


Su vida vale lo que vale la suerte. El mar, la mar de los poetas, trenza el verso interminable de los sueños. Llegar a la otra orilla como sea, a cualquier precio, es una necesidad para saciarse de justicia, aunque luego tampoco la encuentran porque, en el mundo del bienestar, la ley es más ley de poder que de vida. En consecuencia, soy de los que pienso que, a la vista del carácter plural de nuestras sociedades, así como de los efectos homogeneizantes de la globalización, la propuesta de una ley natural válida para todos los seres humanos es tan precisa como justa, tan urgente como esencial. Los organismos internacionales deberían ir pensando en ello.
A nuestras costas llegan nubes de pateras que vienen cargadas de tormentos. Otras se quedan por el camino como el arca de Noé. Son vidas humanas, una lluvia de almas, que desean reencontrarse con un sol de justicia que le haga olvidar las lágrimas. Nos piden una oportunidad. Y en ello, va su dura existencia ¿Cómo no hacer valer sus derechos? Quizás primero en su propio pueblo, que consiente que lo único que avance sea la plaga del tráfico de seres humanos. Al traficante le resulta demasiado fácil ofrecer sus servicios a las víctimas que se mueren en la pena de la opresión.
Considero también que el problema de la inmigración no se soluciona con regularizaciones masivas como las que ha habido en España en los últimos años, sino más bien con políticas de intervención internacional en las que se impliquen los Estados. Porque ésto es un problema de la familia humana. Aquí hemos querido poner en práctica lo de ser nación de naciones y nadie ha puesto límites legales. Se ha corrido la voz de que es fácil entrar sin papeles y los traficantes se han frotado las manos. La cuestión es verdaderamente alarmante. El delegado del Gobierno en Canarias, ha calificado la situación de “emergencia nacional”. Yo creo que es de urgencia humana, con lo que eso conlleva por parte de todos los humanos habiten en el Estado que habiten, de socorrer al afligido.
Sin embargo, no debemos confundirnos, ni confundir al vecindario. El problema no es abrir las puertas y dejar pasar. Hace falta una política de coherencia que implique a todos los colectivos e instituciones, organismos internacionales y Estados afectados. Ahí está, para dolor nuestro, la grave y angustiosa situación que todavía sufren miles de inmigrantes indocumentados que viven de manera estable entre nosotros y que, en una mayoría de ocasiones, padecen experiencias laborales próximas al esclavismo y a la indefensión más absoluta.
En consecuencia; una de dos, si los ilegales se legalizan han de tener los mismos derechos que cualquier ciudadano español desde ya; y, si no se legalizan, hemos de actuar con contundencia para frenar el comercio que esto mueve. No se puede permitir, por más tiempo, que los traficantes de vidas humanas en sus países de origen, como los explotadores de la marginalidad en la España democrática, sigan poniéndose las botas con este indigno negocio, aprovechando la desesperación en la que viven ciudadanos con corazón.
Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

lunes, 13 de marzo de 2006

En el umbral de la Pascua: La Transfiguración - II Domingo de Cuaresma


Las lecturas de la Palabra de Dios de este domingo evocan acontecimientos que han tenido lugar en la montaña. Abrahám acude, por mandato de Dios, al país de Moria, donde se dispone a ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac “sobre uno de los montes” (cf Génesis 22). Jesús, en el umbral de la Pascua, de su muerte y resurrección, se transfigura delante de tres de los suyos en una “montaña alta”, el monte Tabor. En el trasfondo de las lecturas se perfila un tercer monte, el Calvario, en el que Dios entregó a su propio hijo a la muerte por nosotros (cf Carta a los Romanos, 8, 31-34).
Moria es el país a donde Abrahám se dirige, siguiendo la llamada de Dios. La Liturgia de la Iglesia se refiere a Abrahám con el título de “nuestro padre en la fe” (Plegaria Eucarística I). Él personifica la obediencia en la que consiste la fe; la sumisión libre a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 144). Dios ordena a Abrahám sacrificar a su propio hijo en un monte, para poner a prueba su fe. Sin embargo, el ángel del Señor detuvo la mano de Abrahám. Un carnero enredado por los cuernos en la maleza sirvió de víctima para el sacrificio, en lugar de Isaac.
San Marcos sitúa en una montaña alta el episodio de la Transfiguración del Señor. Jesús es el verdadero Isaac, el “Hijo muy amado” del Padre, que, en la proximidad de su Pasión, muestra su gloria divina, revelando que el camino a la Resurrección, de la que la Transfiguración es sólo un anticipo, pasa por el sacrificio de la cruz. Ya Elías y Moisés, los profetas y la Ley, habían anunciado los sufrimientos del Mesías. Se confirma así la confesión de fe de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16). Sí, Jesús es el Cristo, el Ungido, el Mesías, el Siervo sufriente que “no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20, 28).
El monte del sacrificio del país de Moria, y el monte de la gloria de la Transfiguración parecen preludiar un tercer monte, el monte Calvario. Dios, que detiene la mano de Abraham para preservar a Isaac, no ahorró a su propio hijo, “sino que lo entregó a la muerte por nosotros” (Romanos 8, 32). Cristo es aquel carnero enredado en la maleza de la historia que ocupa nuestro lugar en el sacrificio, para expiar nuestras culpas – esa inmensa masa de culpa que pesa sobre la historia de los hombres – . Él es, en verdad, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el Inocente que muere por los culpables. Pero la desfiguración del Calvario se convierte, por la Resurrección, en la Gloria de la Pascua, en la Luz nueva, más refulgente que la del Tabor, con la que el Señor vivo nos ilumina y nos envuelve.
Santo Tomás de Aquino comentaba que si por el bautismo de Jesús fue manifestado el misterio de la primera regeneración, que acontece en nuestro Bautismo, la Transfiguración “es el sacramento de la segunda regeneración”, nuestra propia resurrección (Summa Theologiae, 3, 45, 4, ad 2; cf Catecismo de la Iglesia Católica, 556).
Ya ahora, en virtud de la fe y de los sacramentos, el Espíritu Santo, que junto con la palabra del Señor transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nos incorpora al dinamismo de la Resurrección, en la espera de la gloriosa venida de Cristo al fin de los tiempos, cuando Él “transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Filipenses 3, 21).
Mientras tanto, nos toca a nosotros, en obediencia al Señor, transfigurar el mundo; haciendo que sea más conforme al reino de Dios. Luchando por construir la cultura de la vida y la civilización del amor; denunciando todo aquello que atenta contra la dignidad de la persona humana; propiciando una sociedad libre, respetuosa con todos, que no quiere dejar en la cuneta a los más débiles y desfavorecidos. El cielo y la tierra pasarán; pasarán las ideologías y los regímenes políticos, pero las palabras de Cristo no pasarán. Y tampoco pasarán al olvido, ni serán reducidos a la nada, los esfuerzos encaminados a perfeccionar esta tierra: “Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 39).
Con palabras dirigidas a los jóvenes por el Papa Juan Pablo II, del que pronto se cumplirá el primer aniversario de su fallecimiento, podemos decir a los que luchan por transformar la tierra según el querer de Dios: “Cuando la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la realidad que nos rodea. En el corazón de la noche podemos sentir temor e inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora. Queridos jóvenes, ¡a vosotros os corresponde ser los centinela de la mañana (cf. Isaías 21, 11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo resucitado!” (“Mensaje”, de 25 de julio de 2001) .
Que ese Sol, Cristo Resucitado, ilumine la noche del mundo y brille cada día en nuestra vida y en nuestras acciones. Amén.
Guillermo Juan Morado.