sábado, 17 de junio de 2006

“Esto es mi cuerpo”- Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo nos impulsa a “venerar” el sagrado misterio de la Eucaristía. “Venerar” es respetar en sumo grado a alguien o a algo que lo representa y recuerda. “Venerar” es también tributar culto a Dios y a las realidades sagradas. Perder el sentido de la veneración hacia lo sacro sería un síntoma de alejamiento de la religiosidad y de la fe.

La Iglesia venera la sagrada Eucaristía porque en este Santísimo Sacramento están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, Cristo entero” (Concilio de Trento; DS 1651). Venerar la Eucaristía es venerar a Jesucristo mismo, Dios y hombre, que, por la fuerza de su palabra y la acción del Espíritu Santo, transforma el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.

En la celebración de la Santa Misa se expresa principalmente esta veneración; no sólo internamente, sino también de modo externo. El evangelio según San Marcos deja constancia de cómo Jesús eligió para celebrar su Cena “una sala grande, arreglada con divanes” (Marcos 14, 15). La fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía exige que la disposición del templo, la música de la celebración, los ornamentos y los objetos sagrados sean bellos y nobles.

También nosotros, interna y externamente, debemos traslucir este espíritu de veneración cada vez que participamos en la Santa Misa. No podemos asistir a la Eucaristía vestidos de cualquier modo; no podemos estar más pendientes del reloj y de la hora que del Señor; no podemos convertir la celebración de la Pascua de Cristo en un puro trámite, en un mero “cumplimiento”. Las inclinaciones profundas, las genuflexiones bien hechas, la observancia del silencio adorante, el saber arrodillarse cuando es el momento, son gestos que van más allá del formalismo y de la pura corrección.

Pero también fuera de la celebración de la Misa la Iglesia venera la sagrada Eucaristía. Por eso se reservan con el mayor cuidado las hostias consagradas en el sagrario, que debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia, y que debe estar construido de tal forma que “subraye y manifieste la verdad de la presencia real en el Santísimo Sacramento” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1379).

De igual modo, la Iglesia expone a los fieles la Sagrada Hostia para que la veneren con solemnidad, e incluso la lleven en procesión: “Entre las procesiones eucarísticas, adquiere especial importancia y significación en la vida de la parroquia o de la ciudad, la que suele celebrarse todos los años en la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, o en algún otro día más oportuno cercano a esta solemnidad. Conviene, pues, que donde las circunstancias actuales lo permitan y verdaderamente pueda ser signo colectivo de fe y adoración, se conserve esta Procesión, de acuerdo con las normas del Derecho” (Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto a la Eucaristía fuera de la Misa, n. 102). De nuestra participación depende, en gran medida, que la procesión del Corpus Christi sea de verdad “signo colectivo de fe y adoración”.

En la Eucaristía adoramos la entrega de Jesucristo por nosotros; el sacrificio de la Sangre redentora de la Nueva Alianza, que supera y hace inútil la sangre de los sacrificios del Antiguo Testamento. Jesucristo, el Sumo Sacerdote de los bienes definitivos, “no usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna” (cf Hebreos 9, 11-15). Cristo se hace a la vez Sacerdote y Víctima de propiciación por nuestros pecados: “Tomad, esto es mi cuerpo”; “esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos” (cf Marcos 14, 12-16.22-26).

La veneración de los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre hará que nuestro corazón se identifique con el Corazón de Cristo, pues el Señor “en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican ese amor” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1380).

¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar! Amén.


Guillermo Juan Morado.
guillermojuan@msn.com

jueves, 15 de junio de 2006

Los zarandeos a la joven democracia española


No pocas voces autorizadas, por su coherencia y sapiencia, se vienen alzando en los últimos tiempos a favor de la joven democracia española. Por algo será, pienso yo. Cuando derechos vitales no se consideran o se malinterpretan, la convivencia democrática se devalúa por mucho que se nos llene la boca de constitucionalismo. De igual modo, cuando perdemos libertades, más o menos solapadamente, la sociedad democrática se retrotrae y las relaciones de cooperación también retroceden. Me llama la atención, igualmente, que las opiniones de personas sumamente ilustradas pasen desapercibidas cuando hacen denuncias muy graves, como puede ser la actual atmósfera de desconcierto e intereses mezquinos que nos gobiernan, o cuando piden protecciones que nos asisten por la naturaleza misma, como son los derechos humanos. ¡Qué menos!
Yo espero que esta vez me confunda y, la voz de un cardenal, tenga la repercusión debida. Aunque sólo sea por la gran mayoría de españoles católicos, a juzgar por los sacramentos que solicitan cada día más fieles, los abundantes movimientos eclesiales que existen y a los que acuden personas de toda condición, o el aluvión de gentes que van en procesión a lugares de culto y recogimiento. Como digo, las palabras dichas recientemente por un hombre de peso, nada menos que las del primado y arzobispo de Toledo Antonio Cañizares, no debieran pasar desapercibidas para nadie, y menos para un gobierno que ha de gobernar para todos los españoles, haciendo política de Estado y no partidismo. Lo de hacerse el sordo, no escuchar la voluntad popular y promover políticas para unos pocos, no me parece ni serio ni justo.
El cardenal criticó, como no podía ser de otra manera, la política educativa y familiar del Gobierno, así como el divorcio y el aborto, asegurando que si no se respetan los Acuerdos con la Santa Sede en materia de educación “acudiremos al Tribunal Supremo”. La política actual del gobierno no ha podido ser hasta ahora más contraria a los católicos. El actual ejecutivo ha sido pionero en debilitar a la familia, hasta confundirla con otras estructuras y otros tipos de uniones. Los padres que tienen el deber primero y el derecho inalienable de educar a sus hijos y deben ser considerados los principales educadores, se encuentran con gobiernos que no les permiten ni la elección de centro de enseñanza, con lo cual, los padres ya no tienen el derecho preferente a escoger el tipo de educación que quieran darle a sus hijos. Tampoco se puede infravalorar la enseñanza de la religión católica cuando la mayoría de las familias la solicitan como es público y notorio.
Los responsables públicos zarandean a la joven democracia española cuando actúan con prepotencia e imposición como es el caso, puesto que ellos son garantes de los derechos de todos y tienen la obligación de defender estos derechos y libertades. Las verdaderas conquistas sociales, las auténticas democracias, promueven y tutelan la vida de cada uno de sus ciudadanos (sea votante del partido o no) y al mismo tiempo el bien común de la sociedad (no el bien del partido en el gobierno). En consecuencia, en un futuro prometedor, en una sociedad más próspera, ecuánime y abierta a los valores del espíritu, tiene que haber más democracia real. Y una elocuente voz como la del cardenal, debe ser considerada y reconsiderada para que la democracia gane, para que ganemos todos.

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net

martes, 13 de junio de 2006

¿Qué hace Jesús en el sagrario?


Por: Claudio de Castro
Jesús siempre ha sido mi vecino.
Cuando era niño vivíamos enfrente de las Siervas de María. Tenían una capilla pequeña, y hermosa.
Me encantaba cruzar la calle para visitar a Jesús.
Me daba ilusión verlo porque era mi amigo.
Recuerdo que le preguntaba muchas cosas. Me he dado cuenta que he cambiado poco. Sigo preguntándole, lleno de inquietudes.
Ahora de grande, vivo frente a una residencia estudiantil. Suelo decir que Jesús es mi vecino, porque tienen un oratorio silencioso que invita a la oración. Jesús está siempre allí, en el sagrario.
De noche me da por pensar en la gracia tan grande que es tenerlo de vecino.
Me asomo por la ventana y lo saludo. A Él le encantan estas ocurrencias y sonríe.
Hace poco me dio por preguntarle:
¿Qué haces en el sagrario? Yo puedo moverme libremente, donde lo desee, pero tú, estás como un prisionero, expuesto a que te lleven de un lugar a otro, esperando que alguien te visite.
Durante este tiempo, ¿qué haces? ¿A qué te dedicas?
Por la tarde fui a misa y le volví a preguntar. Me pareció que respondía: “¿Por qué tengo que hacer algo? Me basta amar. Ustedes siempre tienen prisa para ir de un lugar a otro, pero ¿aman? Lo más importante lo han olvidado”.
Al salir de misa, fui a ver a mi amigo el Padre Ángel. Sé que le ilusiona hablar de Jesús y le conté de mi inquietud. Me parece que Jesús quiere enseñarnos algo en el Sagrario, le dije. Y visiblemente contento me respondió: “Debemos aprender las virtudes de Jesús en la Eucaristía”.
También me dijo algo que me gustó mucho: “Jesús se hace indigente, vulnerable, porque nos ama”.
Esto es algo que siempre me ha sorprendido. Jesús está allí, expuesto a todo, nuestro amor o nuestra indiferencia.
Pude encontrar algunas respuestas a mi inquietud.
Jesús en el Sagrario, nos enseña estas virtudes:
Paciencia.
Humildad
Amor.
Confianza.
Silencio.
Serenidad.
Obediencia.
Todo me sorprende de Jesús.
Hablamos tanto que hemos olvidado lo grato que es recogernos en el silencio para meditar las maravillas del Señor. Su silencio es una invitación a la oración. Su paciencia, a ser pacientes, su humildad a ser humildes, su confianza, a confiar.
He llegado a esta conclusión: ¿Qué hace Jesús mientas nos espera? Amar. Arde de amor por la humanidad, por nosotros; y pide al Padre que nos bendiga y nos llene de gracias.
Luego, cuando le recibimos en la comunión, ¿qué hace?
Nos convierte en sagrarios vivos, portadores del Amor, para que lo llevemos a los demás.

“Opus Dei. Una visión objetiva de la realidad y los mitos de la fuerza más polémica dentro de la Iglesia Católica”


Un libro de John L. Allen
Ed. Planeta, Barcelona 2006, 492 páginas, 22,50 euros.

John L. Allen es un conocido vaticanista, corresponsal en Roma del semanario norteamericano “National Catholic Reporter”. No es miembro del Opus Dei, sino lo que podríamos denominar un observador “independiente”.

Para escribir este libro sobre el Opus Dei el autor confiesa haberse documentado concienzudamente: ha viajado a más de ocho países, ha realizado más de trescientas horas de entrevistas a miembros y detractores del Opus Dei, e incluso ha vivido cinco días siguiendo sus reglas en una de sus residencias para comprender qué se siente al ser uno de sus miembros.

En la “Introducción”, John L. Allen escoge una metáfora audaz para aproximarse al Opus Dei. Compara esta institución con la cerveza negra Guinnes Extra Fuerte: “En una época en la que el mercado de la cerveza está atestado de versiones ‘bajas en calorías’ y ‘sin alcohol’, la Guinness Extra Fuerte se abre camino por otros derroteros. No se disculpa por el contenido de calorías ni la alta graduación y encierra un sabor espumoso y amargo que algunos bromistas han comparado con el del lubricante para coche. Precisamente porque se sitúa al margen de las modas se ha convertido en objeto de culto entre los puristas, que la respetan por su gran personalidad” (páginas 9-10).

El libro, ágilmente escrito, se estructura en cuatro partes. En la primera de ellas, se abordan “cuestiones esenciales”; una perspectiva general del Opus Dei y una aproximación a la figura de su Fundador, Josemaría Escrivá de Balaguer, quien a Allen le parece una “personalidad compleja y singular”: “Cuando quería Escrivá podía ser cálido, compasivo, lleno de vida, alegre y profundamente compasivo, así como sumamente reflexivo con las cuestiones espirituales, sin mencionar un sacerdocio entregado e incansable. Por otra parte también podía mostrarse propenso al enfado, a veces burlón con los que discrepaba, incluso con las autoridades superiores de la Iglesia. En ninguna parte está escrito que los santos tengan la obligación de ser perfectos, y hay testimonios de que, como ser humano imperfecto, Escrivá mejoró la vida de las personas y les regaló la sensación de ser queridos por Dios y llamados para construir el reino de Dios” (página 95).

A nuestro modo de ver, Allen es capaz de compaginar en este libro la suficiente empatía para aproximarse al fenómeno del Opus Dei, sin a priori descalificadores , con la distancia necesaria para no caer en el bienintencionado acercamiento de los hagiográfos, que pueden tender a olvidar que toda realidad humana – incluso la vida de los santos – tiene sus claroscuros. Por eso Allen concede un gran espacio en su texto a los críticos con el Opus Dei, generalmente algunos ex-miembros que han abandonado la institución con un regusto agridulce en el paladar.

La segunda parte del libro estudia “el Opus Dei desde dentro”. Nos parece la sección más lograda. En cuatro capítulos analiza los rasgos distintivos del Opus Dei: la santificación del trabajo; contemplativos en medio del mundo; la libertad cristiana y la filiación divina. Los textos citados del Fundador, las experiencias de los miembros de la Obra, y las reflexiones del autor permiten explicar acertadamente el quicio de la espiritualidad del Opus Dei.

La tercera parte es más polémica, en el sentido en que aborda no tanto temas importantes en sí mismos, sino asuntos que han despertado el interés, por diversas razones, de la opinión pública; a saber: el supuesto secretismo del Opus Dei, el tema de la mortificación corporal – con recreación incluida de una escena del célebre “Código da Vinci”- , el papel de las mujeres en la Prelatura, el dinero de la Obra, la ubicación del Opus Dei en la Iglesia, la relación entre el Opus Dei y la política, la cuestión de la obediencia y la captación de nuevos miembros.

La cuarta parte – “Recapitulación” – se cierra con unas reflexiones personales de John L. Allen sobre el futuro del Opus Dei.

En conjunto, nos parece una obra bien escrita y seriamente fundamentada. Si alguna objeción habría que hacer se referiría a algunos aspectos de la traducción. Encontramos expresiones que, en castellano, resultan forzadas, como denominar a Escrivá “profesor espiritual”, en lugar de “maestro espiritual”, o hablar de las supuestas afinidades entre el Opus Dei y los “cultos”, en lugar de emplear el término “sectas” o “nuevos movimientos religiosos”.

De todos modos, nos parece un libro interesante para conocer mejor una de las realidades más pujantes, desde el punto de vista espiritual y apostólico, de la Iglesia Católica. Como escribe el mismo Allen, haciéndose eco de la leyenda negra que acompaña a la Obra, “tengo la sensación de que el Opus Dei no es tan malo o al menos es mucho mejor de lo que se suele creer” (página 472). No es un mal final para el libro, ni un mal comienzo para el lector.


Guillermo Juan Morado

lunes, 12 de junio de 2006

Protecciones desprotegidas


De un tiempo a esta parte, los pobres han perdido su protectorado de hechos porque los dichos de nada sirven. Lástima que se encuentren tan divididos, los numerosos necesitados que existen y coexisten acongojados al ver que las deudas le comen el terreno de las libertades. Advierto que con la resignación no se levanta cabeza. Las bolsas de la marginalidad van a seguir creciendo por mucha autonomía e iniciativa personal que se enseñe en la fracasada educación obligatoria. El tanto tienes tanto vales es el pasaporte a los derechos. Pasemos revista, por si algún lector distraído ha pensado que los indigentes ya no habitan en la irreconocible España, donde la desigualdad es manifiesta y la antítesis ricos/pobres diferencia patente.

La protección a la salud, cuestión que compete a los poderes públicos su tutela y organización, anda por los suelos. Al personal sanitario se le ve desmotivado. El aluvión de pacientes es tan grande que no tienen manos suficientes ni recursos. Los de siempre, los pobres, soportan colas con una paciencia increíble. Cada día se muere un buen puñado de beneficiarios, de este servicio tercermundista, esperando turno en la lista de espera. Los pudientes no suelen tener este problema, la asistencia privada les redime. Estos centros hospitalarios privados si que están en desarrollo frente al abandono de los públicos. Entre otras cosas, aparte de que ofrecen mejores servicios, cuentan con profesionales altamente cualificados. Lo bochornoso del caso es que muchos provienen de la sanidad pública. Se han ido tan desesperados como los enfermos; los doctores a trabajar en mejores condiciones y los pacientes, por desgracia, en número considerable al otro barrio. Esta es la torpe realidad que soportamos.

Una cosa es lo que se legisla y otra muy distinta lo que se cumple. Aunque sea ley de leyes el que los poderes públicos dígase que están obligados a fomentar la educación sanitaria y a proteger la salud, hay gobiernos con una cara dura impresionante dispuestos a aumentar, en plan chulesco, la lista de prestaciones de la sanidad pública. Eso sí, siempre que el usuario pase por caja. Seguramente si los políticos se bajasen sus pomposos sueldos, dietas y demás complementos que rondan la línea roja por su poca transparencia, no haría falta ese desembolso. Porque al final, quién paga; el currito que tiene hipotecado de por vida el sueldo para tener un techo. El rico se va a la clínica privada y gana tiempo, pues allí todo son facilidades y nulo papeleo.

También se dice que los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia. Díganme: ¿en qué lugar se asegura ese constitucional derecho que me traslado de domicilio? No son pocas las familias que todavía viven en chabolas, con sus hijos, sin recibir ayuda alguna. La persistencia y la gravedad de la pobreza como fenómeno social y como realidad humana que sufren un importante número de personas en nuestro país, es bien palpable. Se distribuyen separaciones y divorcios a toda mecha y se entrega sin gas el mechero de las ayudas sociales para favorecer a los separados con hijos a su cargo y a las madres solteras. Qué contrariedades. Menos mal que el efecto apiñamiento de la familia aún forma parte de nuestra identidad y suple lo que el Estado no hace. Si los informes últimos sostienen que las familias en situación de riesgo de pobreza aumentan, nuestra situación es más grave que en el resto de Europa porque hay un alto porcentaje de niños criados en la auténtica pobreza. Ciertamente, algunos cambios en las estructuras familiares han puesto a muchos niños en dificultades, que va a costar reeducarlos y reinsertarlos.

En vista de tan fundamentales protecciones desprotegidas por poderes legislativo y ejecutivo, uno se interroga y no encuentra respuesta, máxime cuando consta que las gentes entregadas a la causa de la Justicia quieren hacer el mejor de los servicios. Sin embargo, el pueblo, tiene sus dudas y no se las calla. Todos queremos sentirnos arropados por esa tutela efectiva en el ejercicio de derechos e intereses legítimos. Ante tantos desbarajustes, la pregunta surge en cualquier esquina: ¿qué hacen los que han de dar protección judicial de los derechos? No podemos caer en el desánimo o en el sentimiento de indefensión, algunos-bastantes ya han caído. Por eso, yo veo bien, muy bien, que cada día más el ciudadano de a píe acuda a los tribunales para exigir que se ponga justicia en estas cuestiones de vida y convivencia básicas. Y que demande un servicio eficaz y eficiente, con todas las garantías de igual a igual ante la ley.

Unos ciudadanos que también demandan viajes baratos como es la lectura de un libro. Así, la 65 edición de la Feria del Libro de Madrid, ha sido para los organizadores como para los libreros “muy buena”, con aumento de ventas y con el éxito de autores y de público, que cada vez compra más. La escuela de Lorca, que prefería un libro antes que un trozo de pan, toma posiciones. Esto me da optimismo y, confesaré, que también me rebaja la ración de pesimismo que percibo al sentirme sin garantías protectoras. Aconsejo que tomen buena nota los poderes antes citados. Porque un pueblo cultivado es un pueblo libre que tolera mal que se le desproteja y se le desabrigue de protecciones que son conquistas de siglos. La familia desde siempre ha sido la célula de la sociedad. Una familia sana es una sociedad sana, se decía. En cuanto a la salud, me adhiero al escritor francés
Bernard Le Bouvier de Fontenelle de que es la unidad que da valor a todos los ceros de la vida.


Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net