viernes, 18 de agosto de 2006

La justicia y el perdón


Es una de las siete peticiones del Padre nuestro: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Se trata, dice el mismo Catecismo, de una petición “sorprendente” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2838). Es un ruego que, para ser escuchado, requiere haber respondido antes a una exigencia. Sin perdonar no se puede recibir el perdón, porque en un corazón cerrado no es capaz de penetrar el amor. El perdón da testimonio de lo humanamente casi imposible y muestra que, en nuestro mundo, el amor puede ser más fuerte que el pecado; que puede vencer al mal.
Hay que ser cautos cuando se habla del perdón. Como toda palabra esencial, se presta a la manipulación, al disfraz, a la mentira, al juego sucio de los intereses. Una sutil - o grosera - tentación es la de encubrir la injusticia con el vestido del perdón. El perdón es una forma de amor. La injusticia contradice el amor y se opone a la paz. La lógica del perdón no busca suplantar la justicia, sino ensancharla; no pretende enmudecer el ansia de reparar el orden violado, sino hacer posible ir más allá del rencor y de la venganza. Se podría decir que el que ama lucha por la justicia; pero por una justicia generosa, no cicatera, propensa a que cicatricen las heridas abiertas.
El perdón, enseñaba Juan Pablo II, “antes de ser un hecho social, nace en el corazón de cada uno” (cf “Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz” de 1 de Enero de 2002). Es “ante todo una decisión personal, una opción de corazón”, que tiene su raíz en el amor de Dios y su modelo supremo en el perdón de Cristo en la cruz (cf Lucas 23, 34). Pero, desbordando el contorno estrictamente personal, el perdón ha de impregnar también el ámbito social. La paradoja del perdón se caracteriza por la tensión entre perder y ganar y por la dialéctica entre apariencia y realidad; comporta siempre “una aparente pérdida, mientras que, a la larga, asegura un provecho real”.
A quienes deseamos la paz, nos queda siempre abierto un modo de alcanzarla: orar. Orar por la justicia; para no profanar ni la oración ni la paz. Y orar también por el perdón -ese "perdón difícil", que diría Paul Ricoeur - , insistiendo en la petición sorprendente del Padre nuestro, que abarca, sin confundirlos, a verdugos y víctimas; a quienes obran el mal y a quienes, injustamente, lo padecen.
Guillermo Juan Morado.