jueves, 16 de agosto de 2007

Homilia en la fiesta de la Asuncion de la Virgen Maria por Mons. Ricardo Blázquez, Obispo de Bilbao y presidente de la Conferencia Episcopal Española


Queridos hermanos y hermanas, os saludo cordialmente en la fiesta de Nuestra Señora la Virgen de Begoña, que desde primeras horas de la mañana venimos celebrando con gozo un año más, pero con actitudes renovadas de fe y devoción. A la casa de la madre llegamos con nuestros temores y esperanzas, con nuestros deseos de hacer el bien y con nuestros pecados, con agradecimiento por su protección y con la preocupación de nuestras necesidades. Junto a la Amatxo de Begoña buscamos superación de las discordias, serenidad en las tribulaciones, alivio en la dureza de la vida.

Junto a la Madre aprendemos todos sus hijos cariño y afecto, compasión y fraternidad. El Santuario de Begoña es para todos nosotros despertador y animador de la fe, oportunidad para renovar el corazón, faro que ilumina el camino. Aquí podemos acercarnos confiadamente; en la casa de la Madre estamos todos con pleno derecho; todos hallamos cobijo.

El Evangelio, que hemos escuchado con fe, ha narrado la visitación de María a su prima Isabel y sigue un canto de acción de gracias a Dios en labios de la Virgen. Comentando con Ambrosio de Milán este pasaje invitó a los cristianos de su tiempo y su invitación llega hasta nosotros: “Que en todos resida el alma de María”, es decir, que glorifiquemos a Dios como ella, que creamos con ella, que la fe muestre en nosotros su fecundidad, que de nosotros se pueda decir también: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc. 1,45). La fe es un tesoro inestimable; la fe ilumina el corazón y derrama en él gozo y paz; la fe en Dios abre sin cesar la puerta de la esperanza. El panorama de la vida del hombre en medio del mundo cambia profundamente al creer. Creer es como una regeneración interior que otorga actitudes nuevas ante las personas, las cosas y los acontecimientos. Por ello, el Evangelio proclama dichosos a los que creen (cf. Mt. 11,25; Lc. 10, 23-24; Jn. 20, 29). La fe cambia la vida y la increencia también; no es lo mismo creer en Dios que no creer en Dios. La fe en Dios otorga sentido, abre el horizonte de la vida, confiere fuerzas para el amor. Al hombre le viene bien creer en Dios.

La fe siempre ha estado expuesta a dificultades interiores y exteriores; no está en nuestro poder asegurarla frente a dudas y vientos contrarios. Por esto, al tiempo que agradecemos la fe, debemos pedir al Señor que nos la aumente. La fe es al mismo tiempo don de Dios y respuesta libre del hombre; a nadie se puede imponer la fe, nadie cree forzado interiormente. Sólo Dios puede acceder al corazón de la persona, que es como un santuario ante el cual debemos los demás detenernos respetuosamente. La fe nace en el corazón, se profesa con los labios y se muestra en la vida diaria (cf. Rom. 10, 8-10; Sant. 2,18). “La fe se propone, no se impone”, dijo públicamente Juan Pablo II en su última visita a España.

Por otra parte, el Evangelio, que la Iglesia quiere transmitir hoy y siempre, debe ser anunciado y testificado con audacia y respeto, con valor y entusiasmo. Un regalo inestimable no se ofrece desganadamente.

La Iglesia vive y convive en una sociedad plural y democrática. Colaboró en su momento a la búsqueda y plasmación de la concordia entre todos los españoles, y continúa actuando con la misma actitud en el presente y de cara al futuro. Sus fieles comparten con muchos la gracia de la fe y con todos la común ciudadanía. El Estado aconfesional es el marco adecuado que asegura a todos los ciudadanos creyentes y no creyentes, de una religión y de otra, el derecho a la libertad religiosa. Institucionalmente la Iglesia se siente bien en estas coordenadas.

Porque la sociedad es plural, su unidad no es resultado de la uniformidad, que siempre sería forzada, sino de la convivencia respetuosa en las legítimas diferencias. Estas diferencias caracterizan a nuestra sociedad; consiguientemente, la noción de ciudadanía no debe reducirse a un común denominador sino tener en cuenta las diferencias constitutivas. Los creyentes, como los demás, pueden y deben ser buenos ciudadanos, sin renunciar a su especificidad. Unos y otros debemos, desde nuestra propia fuente, enriquecer el caudal de la ciudadanía. A partir de la específica postura fundamental ante la persona y la sociedad podemos compartir valores, derechos y obligaciones, aspiraciones y quehaceres, sobre los cuales podemos alcanzar acuerdos que regulen su transmisión a las nuevas generaciones.

¿Cómo promover esa común base moral? Porque la libertad humana, si no quiere ser insolidaria e incluso oprimente, es siempre libertad compartida con los demás, resulta claro que la armonía de las libertades, que mutuamente deben reconocerse y respetarse, “sólo puede hallarse en lo que es común a todos, a saber, la verdad del ser humano, el mensaje fundamental del propio ser, es decir, la lex naturalis” (Benedicto XVI). Los cristianos nos orientamos con la luz de la fe y con la luz de la razón, que a nuestro modo de ver están vitalmente unidas: La fe por su misma naturaleza busca entender y la razón si no cercena su dinamismo se abre hacia la fe. El mismo Dios es el Creador del mundo y del hombre, dejando sus huellas en el universo y su imagen en el ser humano. Jesucristo es el Salvador de los hombres, llamados a la comunión eterna con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, donde hallan su plenitud. La fe cristiana nos estimula a reflexionar y a buscar convencer con la fuerza de las razones en el diálogo con los demás; al creer no renunciamos al ejercicio de la razón, ya que la fe es razonable. Así, por ejemplo, cuando la Iglesia defiende el matrimonio como unión de un varón y una mujer, iguales en dignidad y diferentes sexualmente, para la mutua complementación y la transmisión de la vida y educación de los hijos, no defiende sólo el matrimonio canónico, sino también el matrimonio que, fundado en la misma condición humana, es patrimonio de la humanidad. No bastan los consensos legales, se necesita, además, respetar la verdad inscrita en la misma naturaleza.

A la Amatxo de Begoña pedimos hoy particularmente por las familias. Nos preocupa el altísimo número de rupturas matrimoniales. Son síntomas, que deben hacernos reflexionar sobre sus causas, la violencia doméstica que padecen muchas mujeres e incluso les arranca la vida; y los cerca de 3.500 padres que han denunciado a sus hijos por agresión en lo que va de año. Si recordamos que la familia es un pilar básico de la sociedad y de la Iglesia, comprendemos mejor el alcance de estos signos.

De María, Madre del Señor y nuestra Madre, Isabel elogió particularmente su fe: “Dichosa tu que has creído”. La fe, que tiene su morada en el corazón, despliega en los creyentes su dinamismo para que podamos orientarnos en medio de la complejidad de la vida. Es como una lámpara en el camino de la Iglesia y de cada cristiano.

El canto de María, proclamado en el Evangelio de esta celebración, es también profecía y promesa de un mundo nuevo, según el proyecto de Dios. “Su misericordia llega a su fieles de generación en generación”. Nunca se olvida Dios de la humanidad, de nosotros. “Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc. 1,50-52). Anuncia María unas relaciones entre los hombres basadas en la misericordia, la justicia y el amor de Dios. Dios que es Amor nos enseña a hablar de El con amabilidad y a tratarnos con bondad.

A esta profecía de María unimos hoy nosotros la esperanza. Pedimos a la Virgen de Begoña que cambie nuestra inquietud en confianza, que la paz tan suspirada se afiance definitivamente contra toda amenaza. Una vez más por desgracia tenemos que hacernos eco en esta fiesta del peso terrible que pesa desde hace decenios sobre nuestra sociedad. Fue una equivocación grave el nacimiento de la organización terrorista ETA, ha sido mortífera su existencia durante tantos años y su persistencia obstinada es insoportable. Debe desparecer inmediata, total y definitivamente. Nadie le ha otorgado ni le reconoce representación alguna; existe y actúa contra la voluntad de este pueblo y de esta sociedad. Reclamamos la libertad frente a sus amenazas, que su misma existencia implica. Apoyamos a las víctimas de ayer y de hoy; que nos sientan cerca quienes han perdido seres queridos, quienes han sido extorsionados, quienes han tenido que salir buscando seguridad… ¡Que el Señor ilumine y fortalezca a quienes corresponde sobre todo la responsabilidad de abrir caminos en esta situación! ¡Unamos nuestros esfuerzos para erradicar la violencia terrorista que repercute tan negativamente en la vitalidad de este pueblo!

A María nos dirigimos en la fiesta de su asunción, con la invocación “Madre de misericordia y esperanza nuestra”. “Ella es consuelo y esperanza de su pueblo, todavía peregrino en la tierra” (Prefacio de la Misa). Si la escuchamos no fracasaremos, porque ella posee el secreto para acertar en el camino del bien y de la verdad (cf. Eclo. 24,17-22). En su regazo maternal ponemos nuestra esperanza de convivir sin amenazas y con plena libertad. Así como María junto a la cruz de Jesús “en el silencio de la esperanza, supo esperar la mañana de la resurrección”, que nos acompañe en las pruebas de la esperanza con su solicitud maternal e interceda por nosotros (Benedicto XVI. Carta a los católicos chinos, 20).

Nuestra Señora de Begoña es Patrona de Vizcaya según acuerdo de las Juntas Generales del año 1738, confirmado en 1903 por el Papa San Pío X. Con el texto bíblico podemos reconocer que “ha echado raíces” en nuestro pueblo (cf. Eclo. 24,12). Como Patrona a ella acudimos confiadamente, porque es nuestra protectora; de nuestros antepasados hemos aprendido a amarla e invocarla; ocupa un lugar preferente y entrañable en nuestro corazón. Estas raíces religiosas y marianas han contribuido decisivamente a configurar la identidad de nuestro pueblo. De estas raíces han brotado y fructificado virtudes de fe, de solidaridad y de esperanza. ¡Retornemos sin cesar a María en esta hora de perplejidad e inquietud para que nuestra tierra continúe produciendo frutos de humanidad y de santidad, de amor a Dios y a los hombres!

Queridos hermanos y hermanas, os deseo una gozosa fiesta de la Virgen de Begoña.

Bilbao, 15 de agosto de 2007


Mons. Ricardo Blázquez
+ Ob. de Bilbao

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