miércoles, 10 de enero de 2007

Conociendo la iglesia


Una de mis grandes alegrías, es pertenecer a la Iglesia Católica. En ella encuentro tesoros inmensos que Jesús dejó a nuestro alcance. Y no es para menos, él sabe de qué estamos hechos, que somos pecadores.
El único santo, es Jesús. Nosotros, lo somos, en camino. Santos, si perseveramos, a pesar de las caídas.
Me encantaría mostrarte algunas cosas simpáticas de la Iglesia Católica. Vayamos juntos (tú y yo) a una capilla. Vamos a detenernos en la puerta.
Parece una simple construcción, pero recuerda: hay cosas que no puedes ver: La fe. La esperanza. El amor fraternal. La búsqueda de la paz. La verdad. El encuentro. La amistad. La solidaridad. La gracia santificante.
Dicen algunos santos que, si pudiésemos abrir los ojos del alma, veríamos miles de ángeles, cada cual más glorioso que el otro, adorando día y noche a Jesús Sacramentado, depositado en los Sagrarios del mundo entero. Nosotros lo dejamos solo. Ellos no.
Desde el Sagrario, Jesús nos mira compasivo y nos sonríe bondadoso, como un hermano, como un amigo entrañable y bueno. Sabe que no hay motivos para temer. Si las almas le conocieran, no dudarían en abandonarse a su Misericordia. Correrían a buscar al Padre sabiéndose ciudadanos del cielo, hijos de un Rey.
Al pertenecer a la Iglesia de Jesús, entras a formar parte de su cuerpo místico. Por lo tanto las gracias que se guardan como “un tesoro” están a tu disposición cada vez que las necesites en tu camino de la vida. Dios te ha facilitado la entrada al Paraíso.
Tal vez, al estar cerca de Jesús, podamos valorar un poco más nuestra fe, tal vez podamos conocerla, amarla más. Así podrás declarar con gozo, frente a todos, con naturalidad, como aquél santo varón: “Mi nombre es Cristiano, mi apellido, Católico”.
¿Qué observas desde la puerta de la capilla? Un altar frente a ti. A los costados un confesionario. Algunos abanicos. Bancas para los fieles. Una señora que arregla las flores de la Virgen.
El sacerdote ha salido y se detiene frente al altar.
¿Es este tu tesoro?, me dirás. Amigo, mira nuevamente y te diré lo que yo veo y reconozco:
El sacerdote empieza a celebrar el santo sacrificio de la misa. Dicen que una sola misa vivida con fervor nos daría tantas gracias que con ellas podríamos ser santos. Es la oración perfecta, la que más agrada a Dios.
Recuerdo una vez que sentía una gran necesidad de rezar, y me fui a una capilla cercana a mi trabajo. Cuando llegué celebraban la misa. Me dije: “Señor, no podré rezar”. Y sentí una voz interior que me recordaba: “Esta es la oración perfecta”.
Cuando el buen sacerdote eleva la Hostia consagrada, sé que en sus manos tiene a Jesús. Es algo que te impacta. Saber que él está allí.
No dejo de mirarlo con agradecimiento, y le pido su amor infinito. Sientes y sabes verdaderamente, que él está presente en aquella blanca hostia.
Veo también el confesionario, donde tantas almas salen libres de culpas y pecados por la absolución del sacerdote que los escucha y los absuelve, no en su nombre sino en el nombre de Jesús, al que ellos representan y sirven.
A menudo me siento como un ciego, ante tantos misterios sagrados. Por eso hago como Bartimeo. Su historia me encanta, porque nosotros estamos en ella y en cierta forma, todos nos parecemos a él.
“En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente. Un ciego llamado Bartimeo, el hijo de Timeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno quien pasaba, comenzó a gritar:
«¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» Muchos lo reprendían para que se callara. Pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo». Y llamaron al ciego diciéndole: «Animo, levántate, que te llama». El ciego tiró su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha curado». Y al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino. (Marcos 10, 46-52)
Por: Claudio de Castro