Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer?
Hay unos escritos de san Juan Crisóstomo que siempre me han impactado. No por el contenido de sus palabras, sino por la certeza, la fe, la serenidad con que este santo declara su confianza en Jesús.
“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer?... Él me ha garantizado su protección. N es en mis fuerzas que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estoy con otros todos los días, hasta el fin del mundo.
Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña”.
La fe verdadera es certeza, no dudas. Es serenidad, no angustia. Es alegría, no tristeza. Es la capacidad de enfrentar al mundo, porque sabemos que no estamos solos, que Jesús nos acompaña.
Cuánto anhelo yo esta fe. La tranquilidad que nos da. Esa maravillosa certeza. ¡Cuánta falta me hace!
Señor... ¡yo también quiero tener esa fe!
De niño quería ser un soldado de Dios. Luchar contra el diablo, que tanto daño le hace al mundo, a la humanidad, a las almas. Imaginaba que era sencillo. Con una espada (al estilo de los tres mosqueteros) acabaría con él y libraría al mundo de esta pesadilla.
De grande comprendí que las cosas no son tan sencillas. La vida misma es una batalla, que cansa y nos desgasta. Necesitamos sentirnos en la compañía de Jesús para poder avanzar. Vivir en la dulce presencia de Dios. Recibir su abrazo amoroso cada mañana. Escuchar su palabra a diario cuando nos dice, con tanta ternura: “Te amo. Y eres especial para mí”.
Cuánto bien nos haría sabernos amaos por Dios. Estar conscientes de su presencia en nuestras vidas.
Su cercanía.
Su ternura.
Su amor de Padre.
Por eso, a diario, cuando el sacerdote eleva la hostia santa, le pido humildemente: “Señor, auméntanos la fe”.
Recuerdo haber leído la vida de este santo sacerdote que visitó un poblado. Querían construir una iglesia y una pequeña montaña se los impedía, pues estaba en medio del campo que habían elegido. El santo les recordó la promesa de Jesús: “si tenéis fe, del tamaño de un grano de mostaza...” y ordenó a la montaña: ¡Muévete! Al instante ocurrió un temblor que sacudió la tierra y desmoronó la montaña.
Por: Claudio de Castro
“Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer?... Él me ha garantizado su protección. N es en mis fuerzas que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estoy con otros todos los días, hasta el fin del mundo.
Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña”.
La fe verdadera es certeza, no dudas. Es serenidad, no angustia. Es alegría, no tristeza. Es la capacidad de enfrentar al mundo, porque sabemos que no estamos solos, que Jesús nos acompaña.
Cuánto anhelo yo esta fe. La tranquilidad que nos da. Esa maravillosa certeza. ¡Cuánta falta me hace!
Señor... ¡yo también quiero tener esa fe!
De niño quería ser un soldado de Dios. Luchar contra el diablo, que tanto daño le hace al mundo, a la humanidad, a las almas. Imaginaba que era sencillo. Con una espada (al estilo de los tres mosqueteros) acabaría con él y libraría al mundo de esta pesadilla.
De grande comprendí que las cosas no son tan sencillas. La vida misma es una batalla, que cansa y nos desgasta. Necesitamos sentirnos en la compañía de Jesús para poder avanzar. Vivir en la dulce presencia de Dios. Recibir su abrazo amoroso cada mañana. Escuchar su palabra a diario cuando nos dice, con tanta ternura: “Te amo. Y eres especial para mí”.
Cuánto bien nos haría sabernos amaos por Dios. Estar conscientes de su presencia en nuestras vidas.
Su cercanía.
Su ternura.
Su amor de Padre.
Por eso, a diario, cuando el sacerdote eleva la hostia santa, le pido humildemente: “Señor, auméntanos la fe”.
Recuerdo haber leído la vida de este santo sacerdote que visitó un poblado. Querían construir una iglesia y una pequeña montaña se los impedía, pues estaba en medio del campo que habían elegido. El santo les recordó la promesa de Jesús: “si tenéis fe, del tamaño de un grano de mostaza...” y ordenó a la montaña: ¡Muévete! Al instante ocurrió un temblor que sacudió la tierra y desmoronó la montaña.
Por: Claudio de Castro
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