La mejor Navidad
Hay algo de eternidad en la Navidad
Nunca pasa.
Existirá por siempre.
Hay en ella un sentimiento de gozo que se contagia con facilidad.
El pequeño Jesús nos mira y sonríe, mientras extiende sus bracitos.
¿Te animarás a sostenerlo en tus brazos? Cuidado. Se ve tan indefenso.
¿Besarás su frente? ¿La apretarás contra tu pecho?
En él todo es luz y claridad.
Recuerdo cuando nacieron cada uno de mis cuatro hijos. Íbamos a cada instante a verlos en el cuarto de recién nacidos. Allí se arremolinaban las personas para ver a los bebés. Les sonreían, les hacían muecas graciosas esperando llamar su atención. Hay tanta ternura en estos pequeños. Son tan indefensos. Dependen de sus madres para poder sobrevivir. Y sin embargo, les amamos y damos gracias al buen Dios por ellos.
Imagino aquella noche en que nació nuestro Salvador. Los pastores fueron avisados y corrieron en tropel a ver al recién nacido. Seguramente se parecían a nosotros en aquél hospital, viendo a los niñitos con una ilusión tan grande.
Me gusta imaginar al pequeño Jesús en mis brazos. Lo duermo y le canto.
Qué fácil es amarlo!
Todo en él es gozo y alegría.
Sencillez y dulzura. Paz y serenidad.
Dios busca lo pequeño, y permanece oculto a los corazones que anhelan la grandeza.
“Pero tú, Belén Efrata, aunque eres la más pequeña entre todos los pueblos de Judá, tú me darás a aquel que debe gobernar a Israel; su origen se pierde en el pasado, en épocas antiguas” (Mq 5, 1)
Hay algo de encantador en la Navidad, que te mueve a la contemplación. La adoración. El agradecimiento.
Y comprendes que la felicidad está en dar, en vez de recibir. Entonces, se aclara la voz de Dios en tu alma y te decides a vivir sus palabras:
“Compartirás tu pan con el hambriento. Los pobres sin techo entraran a tu casa, vestirás al que veas desnudo y no volverás la espalda a tu hermano”. (Is 58, 7)
Qué regalo tan grande es la Navidad.
Por: Claudio de Castro
Nunca pasa.
Existirá por siempre.
Hay en ella un sentimiento de gozo que se contagia con facilidad.
El pequeño Jesús nos mira y sonríe, mientras extiende sus bracitos.
¿Te animarás a sostenerlo en tus brazos? Cuidado. Se ve tan indefenso.
¿Besarás su frente? ¿La apretarás contra tu pecho?
En él todo es luz y claridad.
Recuerdo cuando nacieron cada uno de mis cuatro hijos. Íbamos a cada instante a verlos en el cuarto de recién nacidos. Allí se arremolinaban las personas para ver a los bebés. Les sonreían, les hacían muecas graciosas esperando llamar su atención. Hay tanta ternura en estos pequeños. Son tan indefensos. Dependen de sus madres para poder sobrevivir. Y sin embargo, les amamos y damos gracias al buen Dios por ellos.
Imagino aquella noche en que nació nuestro Salvador. Los pastores fueron avisados y corrieron en tropel a ver al recién nacido. Seguramente se parecían a nosotros en aquél hospital, viendo a los niñitos con una ilusión tan grande.
Me gusta imaginar al pequeño Jesús en mis brazos. Lo duermo y le canto.
Qué fácil es amarlo!
Todo en él es gozo y alegría.
Sencillez y dulzura. Paz y serenidad.
Dios busca lo pequeño, y permanece oculto a los corazones que anhelan la grandeza.
“Pero tú, Belén Efrata, aunque eres la más pequeña entre todos los pueblos de Judá, tú me darás a aquel que debe gobernar a Israel; su origen se pierde en el pasado, en épocas antiguas” (Mq 5, 1)
Hay algo de encantador en la Navidad, que te mueve a la contemplación. La adoración. El agradecimiento.
Y comprendes que la felicidad está en dar, en vez de recibir. Entonces, se aclara la voz de Dios en tu alma y te decides a vivir sus palabras:
“Compartirás tu pan con el hambriento. Los pobres sin techo entraran a tu casa, vestirás al que veas desnudo y no volverás la espalda a tu hermano”. (Is 58, 7)
Qué regalo tan grande es la Navidad.
Por: Claudio de Castro
Etiquetas: Navidad
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