Recuerdos de infancia
Solíamos ir a Costa Rica a pasar las vacaciones del verano.
Nos hospedábamos en la casa grande de la abuela, quien nos consentía con ese amor profundo de las abuelitas.
Era una casona, grande y espléndida. De madera y sueños. Llena de vivencias agradables y recuerdos que no se van.
Allí convivimos y disfrutamos, con mis hermanos, los primos, los tíos y las tías.
Eran años de verdaderas alegrías, cuando tu mayor problema era pensar lo que harías con el día, al despertar.
Jugábamos con nuestros primos: Marta María, Mario, María Felicia, Elizabeth, Anabelle, Rodrigo, Oscar Julio... y los días pasaban plácidamente.
A veces tía Marta nos llevaba a escalar las montañas que circundan San José. Era toda una experiencia. ïbamos abrigados por el frío de la tarde. Curiosamente nunca llegamos al borde de los montes. Terminábamos en un parque de juegos, donde se nos iban las tardes.
Recuerdo que bajando la escalera de la casa, tía Marta tenía un cuadro enorme y antiguo del Sagrado Corazón de Jesús.
Jesús parecía mirarte con esos ojos grandes cada vez que bajabas o subías la escalera.
Su mirada te penetraba hasta el alma.
Aprendí a quererlo. A sentirlo mi amigo.
De niño le miraba, y ahora de grande, le miro también.
Lo encuentro en el Sagrario, donde me espera ilusionado.
—¿Qué ves Jesús? — le pregunto.
Y me parece que responde:
— Al niño que llevas dentro. Al pequeño Claudio.
Por Claudio de Castro
Nos hospedábamos en la casa grande de la abuela, quien nos consentía con ese amor profundo de las abuelitas.
Era una casona, grande y espléndida. De madera y sueños. Llena de vivencias agradables y recuerdos que no se van.
Allí convivimos y disfrutamos, con mis hermanos, los primos, los tíos y las tías.
Eran años de verdaderas alegrías, cuando tu mayor problema era pensar lo que harías con el día, al despertar.
Jugábamos con nuestros primos: Marta María, Mario, María Felicia, Elizabeth, Anabelle, Rodrigo, Oscar Julio... y los días pasaban plácidamente.
A veces tía Marta nos llevaba a escalar las montañas que circundan San José. Era toda una experiencia. ïbamos abrigados por el frío de la tarde. Curiosamente nunca llegamos al borde de los montes. Terminábamos en un parque de juegos, donde se nos iban las tardes.
Recuerdo que bajando la escalera de la casa, tía Marta tenía un cuadro enorme y antiguo del Sagrado Corazón de Jesús.
Jesús parecía mirarte con esos ojos grandes cada vez que bajabas o subías la escalera.
Su mirada te penetraba hasta el alma.
Aprendí a quererlo. A sentirlo mi amigo.
De niño le miraba, y ahora de grande, le miro también.
Lo encuentro en el Sagrario, donde me espera ilusionado.
—¿Qué ves Jesús? — le pregunto.
Y me parece que responde:
— Al niño que llevas dentro. Al pequeño Claudio.
Por Claudio de Castro
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