sábado, 14 de octubre de 2006

Qué no daría yo

Qué no daría yo por olvidar tantos despropósitos que injertamos (o nos injertan) a diario en nuestras vidas. Europa está harta de decirnos a los españoles que debemos respetar más los entornos naturales. Produce un inmenso dolor escuchar los lamentos de una naturaleza muerta. Sólo hay que extender la mirada por esos desérticos mantos y poner el corazón en el cristal de los ojos. Ver que los campos no los conoce nadie, que están dolientes y desnudos, abrasados por las manos de la barbarie, que no entiende de rosas ni de jardines. Lo cruel es que somos parte de esa naturaleza que matamos, cuestión que desconcierta el orden creado.

Qué no daría yo porque el mundo se preocupase por vivir mejor y dejar vivir. Los ensayos nucleares en Corea del Norte también me dejan el alma como esas flores pálidas que se mueren ahogadas por el mundo, sin aire que las avive o agua que las levante. En un mundo sometido a crueles contiendas, que parece no querer seguir otras pautas distintas a las impuestas por los intereses económicos, las exigencias supremas de orden moral debieran ser proclama y regla de los organismos internacionales. El sueño de un desarme total, sería la mayor liberación humana. Pero antes ha de darse una justicia universalista, aceptada y reconocida por todas las naciones, a la que se le respete en todas sus decisiones.

Qué no daría yo para que la gente hablase más unos con otros. Conversar siempre acerca, sobre todo si se hace a corazón abierto, es un buen cauce para el sosiego. Por ello, el recurso a las armas para dirimir las controversias es siempre una derrota de preceptos y un revés a la sabiduría. Hablando se entiende la gente. Ahora, más que nunca, nos hace falta entendernos para profundizar en el entendimiento mutuo y en el compromiso común de edificar una sociedad, que se está globalizando a pasos agigantados, donde imperen cada vez más los valores de libertad y justicia. En el mundo actual, es importante que los líderes políticos, académicos, económicos y religiosos, afronten el reto del ejemplo, que no es otro que el de mejorar el diálogo entre las naciones y las culturas.

Qué no daría yo por cruzar los caminos como esa arboleda perdida que se entrelaza con el universo y ser como el árbol, el tronco de todas las ramas y el corazón de todas las hojas. Debemos conocernos en profundidad y, en virtud de ese mutuo descubrimiento de reconocerse cada cual con el conjunto, establecer relaciones que vayan más allá de lo tolerante. Es preciso generar vínculos donde el respeto sea una verdad vivida y la consideración fe de vida. Tampoco es saludable esa tolerancia pasota, que todo lo acepta y acalla, que se despreocupa por sembrar fundamentos, principios y razones. No se pueden cerrar los ojos ante los errores y engaños que nos meten en vena. Por desgracia, la filosofía del egoísmo se ha tragado el poco amor que nos quedaba y uno tiene el deber de demandar a los ladrones de versos, que la medida de la pasión es un poema eterno sin fecha de caducidad. Necesitamos querernos para sobrevivir. Primer mandamiento. Y después, querer para vivir. Segundo mandamiento. Todo se reduce a querer. Porque querer no es poder, sino amar.

Víctor Corcoba Herrero / Escritor
corcoba@telefonica.net