domingo, 5 de marzo de 2006

“Progenitor A” y “Progenitor B” La realidad sustituida por el álgebra


El álgebra generaliza las operaciones aritméticas empleando números, letras y signos. Cada letra o signo representa simbólicamente un número u otra entidad matemática. Cuando alguno de los signos representa un valor desconocido se llama incógnita.

El álgebra ha entrado, por arte de nuestro Gobierno, en el Registro Civil. A cada infante se le asignará un “progenitor A” – una abstracción de la figura de padre – y un “progenitor B” – una abstracción de la figura de madre - . Supongo que cuando el niño sea el resultado de la ingeniería genética, y no se sepa quién es el padre ni la madre; bueno, perdón, el “progenitor A” y el “progenitor B”, se inscribirá como debido a un “progenitor X”. Nada más práctico que los términos generales, abstractos, algebraicos. Nada menos natural y menos humano.

La frialdad de los datos consignados en el Registro Civil constituyen un acta de una construcción quimérica que sustituye a la realidad. Ya nada es real; la verdadera realidad no es lo que es. No. La verdadera realidad es el simulacro abstracto, algebraico que, a golpe de mayoría, fabrica el Congreso de turno. Las leyes de la naturaleza son las leyes de los votos. Adiós a Newton, y a Aristóteles, y al mismo Einstein. Todo es más relativo que la misma relatividad.

“El hombre no tiene una naturaleza”, han decretado nuestros gobernantes. El hombre no tiene un patrimonio, una condición, que le venga dada por nacimiento. El hombre es construcción del Estado. Se le diseña, como quien diseña un nuevo tipo de automóvil, de casa o de carretera. Hasta hace poco la naturaleza, la condición nativa, constituía la plataforma a partir de la cual se desplegaba, con la ayuda de la libertad y de la cultura, el proyecto personal. Éramos lo que éramos, y a partir de lo que éramos nos esforzábamos, merced a la educación paciente y a las opciones libres, en llegar a ser lo que podíamos, y quizá debíamos, ser. Ahora no. Ahora no sabemos lo que somos ni, por consiguiente, lo que podremos ser.

El Parlamento pone nombre a las cosas. El Parlamento es Dios, pretende ser Dios. Él decide quién debe vivir o morir, quién es persona y quién es cosa. Él sabe cuándo comienza la vida y cuándo acaba. Él decide que los caducados términos de “padre” o de “madre”, de “esposo” o de “esposa”, de “hombre” y de “mujer”, abandonen la cesta de nuestro vocabulario porque – oráculo del Parlamento – constituyen un pesado lastre del que hay que desprenderse cuanto antes.

Busco en los cajones del armario de la habitación de mis padres, y encuentro el “Libro de Familia”, y descubro sorprendido que yo tuve aún padre y madre. ¡Qué antiguo soy! ¡Y qué suerte he tenido!

Guillermo Juan Morado