jueves, 16 de febrero de 2006

La parálisis del pecado


Jesús es el “Hijo del Hombre”, “que ha bajado del cielo” (Juan 3, 13) para “servir y dar su vida en redención de muchos” (Mateo 20, 28). Su realeza mesiánica y su misión redentora se manifiestan en la proclamación del Evangelio, que es revelación de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1846).

San Marcos anota que Jesús “les predicaba la palabra” (Marcos 2, 2) a aquellas numerosas personas que, en Cafarnaún, se habían congregado en torno a la casa donde él estaba. Se habían juntado tantos, “que ni siquiera ante la puerta había ya sitio”. Se acercaban a Jesús, porque le habían escuchado hablar con autoridad en la sinagoga, y porque sabían que realizaba curaciones: había sanado a la suegra de Pedro, a un leproso, a un hombre poseído por un espíritu inmundo, y a muchos que padecían diversas enfermedades o estaban poseídos por demonios (cf Marcos 1, 34). El anuncio de la salvación iba acompañado de signos de salvación, que mostraban la eficacia de su palabra.

Todos estos signos son signos liberadores, sanadores, redentores. La predicación de la palabra busca suscitar la fe de quien la escucha, y la realización del signo indica el carácter integral de la salvación que Jesucristo nos regala.

Al Señor le llevaron a un paralítico. Quienes lo portan no dicen nada, ni siquiera el paralítico dice nada. Sólo procuran, por todos los medios, presentarlo ante Jesús. Y es el Señor el único que habla. Se maravilla de la fe de aquellos hombres, y le dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Y como señal de la verdad de esta palabra cura al paralítico, diciéndole: “a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Marcos 2, 11). La realidad última del perdón de los pecados se indica a través del signo visible de la curación de la parálisis.

La parálisis es la “privación o disminución del movimiento de una o varias partes del cuerpo” o la “detención de cualquier actividad, funcionamiento o proceso”. La parálisis dificulta o impide la acción y el movimiento; es decir, la manifestación de la vida.

La imagen de la parálisis física puede ayudarnos a comprender la parálisis más profunda que causa el pecado. El pecado atenaza e impide la vida verdadera, que consiste en la comunión del hombre con Dios, en la participación del hombre en el amor de Dios, en el amor que Dios mismo es (cf 1 Juan 4, 16). Ahí, en esa participación en el amor de Dios, el hombre encuentra su vocación verdadera, pues “se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama” (Benedicto XVI, “Discurso” de 6 de Junio de 2005).

El pecado supone una traición a esa vocación que nos constituye. En su realidad más profunda, el pecado es “faltar al amor verdadero”, es levantarse contra el amor de Dios y apartar de Él nuestros corazones (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1850). Esa rebelión contra el amor causa la parálisis, la inactividad y la muerte. La muerte aquí, en esta vida, y la muerte eterna; es decir, el infierno.

Sólo Dios puede abrir caminos en el desierto y ríos en el yermo, hacer brotar la vida y convertir lo viejo en nuevo. Dios es aquel que por su cuenta borra nuestros crímenes y no se acuerda de nuestros pecados (cf Isaías 43, 18-25). El río se ha abierto en el yermo por la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la entrega del Hijo del Hombre, que ha pronunciado su “sí” (2 Corintios 1, 19-20), dando su vida en rescate por muchos. La Cruz es la fuente de la que brota inagotable el perdón de nuestros pecados (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1851).

Como el paralítico, hemos de acercarnos con fe a esa fuente de la vida, para que el Señor, con la fuerza de su Palabra y la potencia de su Espíritu, nos libre de nuestra parálisis. Toda la eficacia de la Cruz está en los sacramentos, en los signos de la salvación que Cristo ha confiado a su Iglesia: en el sacramento del perdón, que nos otorga un corazón nuevo donde anida el amor de Dios, y en el sacramento de la Eucaristía, que irriga el desierto del mundo con la Preciosísima Sangre de la nueva alianza, derramada para la remisión de los pecados.

Que nuestra oración, ante la Cruz, sea la del Salmista: “Sáname, Señor, porque he pecado contra ti” (Salmo 40).

Guillermo Juan Morado