jueves, 9 de febrero de 2006

“Si quieres, puedes”


El encuentro con el Señor libera al hombre de los males que lo atenazan: del poder del demonio, de la enfermedad, de la lepra de la marginación y de la parálisis del pecado.

La lepra constituía una terrible enfermedad, que era vista como un castigo de Dios. El enfermo era considerado un ser impuro, que debía ser apartado de la sociedad: “Vivirá solo [el leproso] y tendrá su morada fuera del campamento” (cf Levítico 13, 44-46). Al mal de la enfermedad se le añadía el estigma de la marginación religiosa y social.

La llegada del Mesías, del Salvador, se caracteriza porque “los leprosos quedan limpios” (Mateo 11, 5). San Marcos nos dice que Jesús tocó a aquel leproso que venía hacia él y, al instante, quedó limpio (cf Marcos 1, 41). El Señor manifiesta su grandeza y su poder rescatando a aquel hombre de la exclusión en la que vivía. Refleja así la compasión de Dios, para quien no existen marginados, pues ama a todos y quiere la salvación de todos.

La mirada a la realidad de nuestro mundo no puede pasar de largo ante el fenómeno de tantas personas que viven “fuera del campamento”, en situaciones de marginación social, política o legal. Los bienes de la tierra están destinados al disfrute de todos. Por eso no podemos contemplar pasivamente el hecho de que enteros grupos humanos permanezcan inmersos en condiciones de inferioridad, careciendo de los bienes necesarios para poder vivir dignamente.

Entre las formas más crueles de la exclusión está la causada por el hambre y por la extrema pobreza. El problema del hambre es un problema moral que nos concierne a todos: debemos exigir a los responsables de las naciones un mayor esfuerzo para erradicar esa lacra; pero hemos de implicarnos también personalmente en la búsqueda de una mayor justicia y una más comprometida solidaridad con los más pobres.

El leproso que se acerca a Jesús vence su timidez, el miedo a un posible rechazo, y la vergüenza de presentarse con su enfermedad ante el Señor . Su oración es un modelo de piedad y de fe: “Si quieres, puedes limpiarme”. Cada uno de nosotros conoce sus propias manchas y no hemos de temer rogarle de rodillas al Señor que nos limpie. Cada vez que nos acercamos al sacramento de la Penitencia podemos experimentar este encuentro con la compasión de Jesús, que nos dirá: “Quiero, queda limpio”.
El evangelista recoge el entusiasmo de aquel hombre, a quien el Señor le había cambiado la vida: “en cuanto se fue, comenzó a proclamar y a divulgar la noticia” (Marcos 1, 45). La alegría contagiosa es consecuencia del encuentro con Jesucristo. Él nos ama y nos perdona, y al sabernos amados y perdonados por Él, querremos que también otros conozcan la grandeza de su corazón.

La celebración de la Santa Misa nos permite unir la ofrenda de nuestra vida al sacrificio de Jesucristo. En la Eucaristía, el Señor nos da la fuerza para que podamos cumplir la petición de San Pablo: “tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Corintios 10, 31).

Guillermo Juan Morado.