sábado, 11 de febrero de 2006

El riesgo del parque temático


Estas Navidades vimos al Papa con el recuperado “camauro”, ese gorro que le protegía del frío romano. Pocos han dicho la razón de esa novedad: el éxito de público.
En invierno las audiencias solían hacerse a cubierto lo que obligaba a restringir la entrada a unas 7.000 personas que caben en el Aula Nervi. Sin embargo, este año las 20.000 personas que se concentran en la Plaza de San Pedro no pueden encerrarse en un local.
Cuentan también en Roma que las autoridades han comprobado el incremento en las cifras de turistas pero esa subida no se corresponde con los visitantes de los museos, que no crecen.
Por tanto, si han aumentado las personas que visitan Roma y las que acuden a San Pedro pero no los turistas que llenan los museos, la conclusión parece razonable: puede que estemos asistiendo a una atracción por el Vaticano que no busca visitar sus joyas pictóricas sino ver al Papa.
Cuando se refiere a estos datos, Joaquín Navarro-Valls es prudente; constata que son una realidad interesante pero pendiente de análisis.
En efecto. En ese análisis es necesario tener en cuenta dos factores, uno que ya apareció durante los días de duelo por Juan Pablo II y otro, nuevo.
El primer elemento es, sin duda, una consecuencia de la enorme exaltación de la figura de Juan Pablo II en las horas posteriores a su muerte y, con ella, una focalización del interés mundial sobre la Iglesia católica. La aclamación global hacia el Papa polaco podía provocar el espejismo del mundanal aplauso.
El segundo elemento es el más novedoso: el riesgo, para el Vaticano, de convertirse en un gran parque temático. Uno de los rasgos de la sociedad occidental es la universalización del ocio que ha hecho proliferar los llamados “parques temáticos”. Son espacios dedicados a pasar un tiempo agradable con la programación de actividades lúdicas para la familia en un mismo recinto donde se tenga acceso, sin salir de él, a comida, descanso y diversión.
El peligro, con el interés repentino por el entorno del Papa, puede ser ese deslizarse hacia la condición de “parque temático”. En un supuesto caricaturizado, el turista –ajeno a intereses religiosos- puede ir a San Pedro con un “billete” que lo incluya todo: visita a la tumba del Papa que murió; foto bajo la ventana del apartamento pontificio; foto en la plaza sentado cual peregrino y “espectáculo” del Papa en directo.
Quizás la terminología resulte dura para quienes no lo contemplamos como un show pero hoy ya se puede ver en San Pedro cómo los turistas se hacen fotos en las que quieren que aparezca “la ventana que salía en la tele”. La muerte de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI se han producido en la sociedad del espectáculo global e ininterrumpido. En ella, la industria del entretenimiento se ha convertido en un gran monstruo que devora productos y protagonistas como un Minotauro insaciable. Así, no es de extrañar que necesite nuevos rostros e historias sobre las que hacer girar la rueda del espectáculo que todo lo tritura, también el acontecer religioso. Y es en ese punto en el que la Iglesia ha de estar vigilante para evitar que la ilusión por ver los lugares y personajes que salieron en la tele se confunda con un renovado interés espiritual.

Mª José Pou Amérigo